Los poderes cuestionados

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Luego de recuperada la calma, se ha producido una andanada de comentarios, editoriales y evaluaciones acerca del significado y alcance de los violentos disturbios producidos la semana anterior. Una lectura detenida de muchos de ellos revela que separan interesadamente los aspectos económicos de los políticos, con la intención evidente de evitar cuestionamientos a la forma de gobierno prevaleciente.

Particularmente en las evaluaciones provenientes de analistas, comunicadores y políticos oficialistas, está presente una fuerte dosis de apología de la democracia que se pretende cubrir con referencias a los «errores», «falencias» o, finalmente, «limitaciones» del modelo económico. Una especie de concesión a la crítica antineoliberal con el fin de salvar del cuestionamiento a la democracia actual.

El mismo discurso del Presidente, el primer día de la revuelta popular, enfatizaba el argumento de que la «democracia es la mejor forma de gobierno y de convivencia pacífica, que permite alcanzar los objetivos de desarrollo y bienestar social», contradiciendo la evidencia de la lucha en las calles. Los días posteriores, los editoriales de los principales periódicos, casi al unísono, repiten la misma letanía, coincidiendo en que la amenaza a esa maravillosa forma de convivencia social, bautizada eufemísticamente como Estado de Derecho, viene del lado de los movimientos sociales, estigmatizados en algunos casos como «amotinados, manifestantes y saqueadores».

Es obvio, entonces, que no podemos esperar de los análisis de ciertos politólogos, ni de la «autocrítica» del gobierno, una referencia a la estrecha vinculación existente entre el modelo económico y la forma de gobierno vigente.

Debe recordarse que en 1985 el conjunto de los partidos patronales proclamaron la necesidad de las medidas de ajuste, justificándolas por el riesgo de desaparición del propio país y resumiendo su clamor en la frase de «Bolivia se nos muere», repetida hoy por la coalición oficialista. El posterior ataque, sostenido y profundo, al Estado, se valió también de otra alegoría que aludía a la analogía entre libertad económica y libertad política. El silogismo era sencillo: la libertad económica permite a todos alcanzar el bienestar, el Estado y las organizaciones sociales interfieren con esta libertad, por tanto, se debe reformar el Estado, desechar la influencia de los sindicatos sobre éste y se deben consolidar los órganos de la democracia representativa como los espacios ideales que garantizan dicha libertad económica. Y… vuelta a la ficción democrática de «libertad, igualdad y fraternidad».

Es decir, el discurso acerca de la democracia como la mejor forma de gobierno tenía como intención no confesada, la erradicación de todo vestigio de identidad, organización y acción colectivas. Se debía exorcizar al país de la lucha de clases. Se debía avanzar en la consolidación de una forma de gobierno «democrática» que permitiera al capitalismo en riesgo salir de su profunda crisis. Esta orientación, es obvio decirlo, no emergía de la inteligente percepción de nuestros burgueses, sino que venía con el vendaval neoliberal desde los países industrializados, donde realizaban ya profundas transformaciones económicas y políticas.

Los requisitos económicos para la recuperación económica, para la restauración de la ganancia capitalista, fueron encarados sostenidamente por los diferentes gobiernos de turno a partir del libreto de los organismos internacionales: desestructuración del Estado interventor y deslegitimación de los objetivos de desarrollo basados en la industrialización, privatización del patrimonio estatal mediante su entrega al capital extranjero, apertura indiscriminada de la economía, mercantilización y expropiación de los recursos naturales (tierra, agua, bosques, etc.) permitiendo la mayor concentración de la propiedad en manos de empresarios, flexibilización laboral y re-organización del trabajo con el fin de reducir costos y disciplinar a la fuerza de trabajo, etc.

Empero, estas tareas no podían ser posibles sólo a partir de la relativa legitimidad que le daba, en un principio, el pedido popular por estabilidad económica y el desencanto que devino de la desastrosa experiencia del reformismo udepista. Era necesaria un profunda tarea de recomposición de los códigos y convenciones sociales, de los símbolos del poder y la autoridad, que permitan legalizar la restauración de los intereses económicos de las clases dominantes. Una marea de reformas legales y de acciones prácticas sobrevino de inmediato con propósitos precisos: la «ciudadanización» de las relaciones entre grupos sociales mediante el ataque a las formas colectivas de acción social y política (convirtiendo a las organizaciones en OTB´s, por ejemplo), incorporando mecanismos que derivaran en la individualización de las relaciones en todos los ámbitos (desvirtuación del derecho laboral y su sustitución de hecho por normas de derecho civil, por ejemplo) que buscan exacerbar la competencia entre trabajadores, focalización y descentralización del conflicto mediante modificaciones en la gestión gubernamental, etc. Es decir, transformación del derecho, las leyes y los convencionalismos que rigen la vida social de las personas, desarrollada sobre la base de los nuevos paradigmas «democráticos» y amparada por la denominada «gobernabilidad», basada en la negociación de intereses espurios y convertida en la forma ideal de la alternabilidad en el poder.

No hay, entonces, divorcio entre el modelo económico y la forma de gobierno. Baste anotar que la culminación de esa labor de armonizar las leyes con los hechos, debía venir con la reforma a la Constitución Política del Estado, que incorporaba cínicamente su adhesión al dogma neoliberal y proclamaba la soberanía ya no del Estado boliviano, sino de los intereses de los inversionistas extranjeros a través de tratados internacionales como el ALCA.

Resulta interesante que la acción violenta de las masas populares se dirigiera sistemáticamente a algunos símbolos de los poderes económico y político, sin hacer distinción alguna y, reiterando, que en la percepción de la gente, ambos comparten el mismo origen y deben correr la misma suerte.

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