Los efectos de la crisis internacional en Bolivia: Las cifras del desastre

Los efectos de la crisis internacional en Bolivia LAS CIFRAS DEL DESASTRE Editorial Boletín Alerta Laboral Nº 58 (Abril de 2009) La crisis económica internacional ha llegado para quedarse. Nadie encuentra los mecanismos necesarios para contrarrestar sus efectos y las soluciones parciales que se están buscando para neutralizarla resultan insuficientes. Tiene su origen en el norte, en el concreto de Wall Street; y sigue creciendo consumiendo todo a su paso: ya no existe una referencia cierta de cuánto dinero se ha movilizado para rescatar a los bancos y a las industrias en Estados Unidos y Europa, pero seguro que ha sobrepasado holgadamente el billón de dólares (un millón de millones). Sumado a esto, la última reunión del G20 realizada en Londres, ha determinado inyectar capitales por el valor de 1,1 billones de dólares que serán canalizados, a través del Fondo Monetario Internacional (FMI), para continuar con la frenética carrera de los Gobiernos más poderosos por salvar al desahuciado sistema capitalista. Y mientras los banqueros especuladores esperan que el rescate de sus fondos buitres o tóxicos se efectivice, la crisis continúa y las tasas de desempleo en el mundo se siguen multiplicando: en Brasil 750 mil personas perdieron su empleo en el sector formal entre diciembre de 2008 y febrero de este año; en Estados Unidos, el desempleo abierto llegó a 8,5% de la población activa en marzo de este año, a un ritmo de destrucción de más de 600 mil empleos por mes en el último semestre. Sólo hay que cambiar el nombre de los países, y sumar las cifras del desastre. En esencia, el costo de la crisis capitalista la pagan siempre los trabajadores. En realidad, el primer resultado de la crisis es un sinceramiento sobre la incapacidad del sistema capitalista para desarrollar procesos sostenidos de mejoramiento de las condiciones de vida de los trabajadores y sus hogares. Esa capacidad nunca existió, ni siquiera en el corto auge que vivió la economía mundial desde 2005, con tasas de crecimiento inusualmente altas. Baste de ejemplo nuestro país. Entre 2006 y 2008, Bolivia tuvo un crecimiento promedio cercano al 5%, fundamentalmente, debido al fuerte crecimiento del valor de exportaciones de materias primas e hidrocarburos. No obstante, los indicadores sociales no acompañaron este desempeño macroeconómico. Esta “bonanza” fue neutralizada por una subida de precios de los alimentos en el mundo, que implicó una reducción del poder adquisitivo de los salarios y los ingresos de los hogares más pobres de Bolivia, debido a una mayor dependencia de la importación de alimentos; el crecimiento en el producto no se vio reflejado en la generación de nuevos empleos, pues la tasa de desempleo fue superior al 10% hasta junio de 2008 (cuando la crisis todavía no había tocado las puertas), mientras que, de los trabajadores ocupados, un 60% no llegaba a cubrir los costos de una canasta básica normativa de alimentos. Las remesas enviadas por los emigrantes bolivianos alcanzaron los mil millones de dólares en el 2008, lo que, seguramente, ayudó a pasar el mal trago en los hogares más pobres, pero a costa de la desintegración familiar y de aceptar condiciones extremas de sobreexplotación en los países de origen. Sobre este panorama, nuevamente queda en evidencia la fragilidad estructural de la economía boliviana, estrechamente vinculada a la volatilidad de los precios internacionales de materias primas, cuyas caprichosas lógicas sólo responden al dominio del capital. Hoy en día el contexto favorable se ha esfumado y las medidas aplicadas por el actual Gobierno distaron mucho de ser estructurales. Por ello, los pronósticos son poco halagüeños: si en épocas de vacas gordas se tuvo un desempeño social mediocre, cuando las vacas flacas ya están entre nosotros, sólo queda mirar para abajo: se prevé un crecimiento del desempleo, reducción de remesas, retorno de emigrantes, reducción de las exportaciones, caída de los precios de las materias primas y un prolongado etcétera. Todo ello, en un contexto en el que la denominada clase política está sumergida en pugnas intestinas por el poder político y completamente ausente de propuestas y alternativas reales de solución a la crisis estructural que vive el país.

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