Nerds all star • Ninjas lustrabotas paceños

Hay que verlos. No a los lustrabotas, sino a quienes los observan por primera vez. Se les quedan mirando a la distancia, desconfiados. Nadie podría culparlos por el súbito sobresalto. No es etnocentrismo; es simple semiótica.

En la ciudad de La Paz, sede ejecutiva del Estado Plurinacional de Bolivia, los lustrabotas van encapuchados. La tradición cultural occidental contemporánea es implacable en ese sentido: los pasamontañas, además de proteger del frío, suelen relacionarse con terroristas, paramilitares, asaltantes, guerrillas, ninjas, fuerzas de asalto o grupos tácticos especiales. Un rostro cubierto es índice de alguna actividad que alguien podría encontrar punible. En cualquier aspecto: sea el ladrón de bancos que no quiere ser reconocido por las cámaras de seguridad, sea el agente antinarcóticos que teme las represalias de los hampones que está arrestando.

En la década de 1990, el epítome del pasamontañas fue el Subcomandante Marcos, líder del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, primer gran revolucionario globalizado, figura confeccionada con retazos de personajes históricos, discursos, símbolos y mojones culturales (no se podía mirar al Subcomandante Marcos sin pensar en Superbarrio Gómez).

En Argentina, el pasamontañas urbano se relaciona con el piquetero, y también todo aquello que se echan encima los lustrabotas paceños: gorrita con visera bajo el pasamontañas, guantes sin dedos, chaleco militar, buzo con capucha, algún objeto contundente en la mano. Los piqueteros argentinos suelen tener un fierro o un palo; los lustrabotas paceños, su caja de lustrado (se dirá que no es un “objeto contundente”, expresión típica de comentarista deportivo, pero sin dudas provocaría chichones tan contundentes como un fierro o un palo).

Lo cierto es que, si se pierde de vista la caja de lustrado, un tipo con pasamontañas y ropa militar que camina directo hacia uno, haciendo señas bruscas y señalando algo en tus pies, podría provocar un sobresalto si se desconocen sus intenciones.

De nuevo: es simple semiótica.

La mayoría de los lustrabotas paceños bajan desde El Alto, ese conglomerado suburbano monstruoso que vigila a La Paz desde los cielos. En unos pocos años se convirtió en el mayor del país, con un millón de habitantes según fuentes informales y 827.239 habitantes según el censo de 2006; la mayor parte de los migrantes del interior que llegan a la gran ciudad se quedan allí. El Alto fue también el principal escenario de la «guerra del gas» de 2003, que dejó unos 70 muertos y condujo a la renuncia del Presidente Gonzalo Sánchez de Lozada.

La lustrada cuesta un boliviano, menos de 15 centavos de dólar. En un buen día hacen unas 25 lustradas, tres dólares y medio. El salario mínimo en Bolivia es de unos 63 dólares mensuales, según el Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario (CEDLA). El promedio salarial está en 600 o 700 bolivianos mensuales, unos 85 o 100 dólares. Entre los empleos urbanos y suburbanos, el de lustrabotas se cuenta entre los peores pagos.

De ahí, dicen, el pasamontañas.

La primera explicación que ensayan los lustrabotas acerca del rostro cubierto es que les permite protegerse del polvo y del sol. La segunda explicación es que deben proteger su identidad para evitar ser discriminados. Dicen que muchos de ellos son estudiantes secundarios o universitarios (esto deja afuera a los millares de nenes que salen con la caja de lustrar y el rostro cubierto, sobre todo en las calles de El Alto: “Ninjas lustrabotas”, los llaman); que si son reconocidos como lustrabotas serán objeto de escarnios y persecuciones. Que se avergüenzan de su trabajo y de ahí que prefieren ocultar su identidad.

No extraña, pues, que cada dos por tres pueda verse a algún pichón de científico social o de periodista merodeando alrededor de los lustrabotas, haciendo preguntas incisivas del tipo: “¿Te sientes discriminado, amigo?”. Y concluyendo que sí, que los lustrabotas paceños se tapan el rostro para no ser discriminados (dicen los pichones de científicos sociales) y porque se avergüenzan de su trabajo (dicen los pichones de periodistas).

Pero, en todo caso, también podría decirse otra cosa.

En La aventura semiológica, compilación póstuma publicada en 1985, el semiólogo francés Roland Barthes hablaba sobre la semántica de los objetos. Decía ―en una veta netamente estructuralista― que los objetos no sólo transmiten información sino también “sistemas estructurados de signos, es decir, esencialmente sistemas de diferencias, oposiciones y contrastes”.

En general ―seguía Barthes― los objetos suelen definirse por su función: sirven al hombre para actuar en el mundo, para modificarlo, para habitarlo de manera activa. No existen objetos que no sirvan para nada, pues, aún cuando haya objetos que parezcan regodearse en la inutilidad, tienen al menos una función estética. Pero, a su vez, estos objetos que se definen por una función, poseen también una dimensión que excede esa función: suponen sentido.

Y el uso es desbordado, siempre, por ese sentido.

“¿Puede imaginarse un objeto más funcional que un teléfono? Sin embargo, la apariencia de un teléfono tiene siempre un sentido independiente de su función: un teléfono blanco transmite cierta idea de lujo o de femineidad; hay teléfonos burocráticos, hay teléfonos pasados de moda, que transmiten la idea de cierta época (1925); dicho brevemente, el teléfono mismo es susceptible de formar parte de un sistema de objetos-signos; de la misma manera, una estilográfica exhibe necesariamente cierto sentido de riqueza, simplicidad, seriedad, fantasía, etcétera; los platos en que comemos tienen también un sentido y, cuando no lo tienen, cuando fingen no tenerlo, pues bien, entonces terminan precisamente teniendo el sentido de no tener ningún sentido. Por consiguiente, no hay ningún objeto que escape al sentido”.

El objeto comienza a producir sentido ―creía Barthes― cuando es fabricado y normalizado por una sociedad determinada. Algunos soldados de la República romana solían echarse sobre sus espaldas una prenda para protegerse del viento, la lluvia, el frío, la intemperie. En ese momento, la prenda de vestir no existía: no tenía nombre, no tenía sentido. Pero al ser fabricada en serie, al ser estandarizada, al cortarse la tela con esa función obtuvo un nombre (paenula, la capa romana) y un sentido: militarismo.

Todos los objetos de la sociedad tienen un sentido, y aún cuando se imaginen objetos completamente improvisados, esos objetos comienzan a ser ―al menos― signos de esa misma función. Por ejemplo, un vagabundo improvisa un calzado con papeles de periódico, y muy pronto ese calzado de periódico, improvisado, se convertirá en signo del vagabundo.

Algo semejante, sospecho, sucedió con los pasamontañas paceños. Quizás tuvieron la función de proteger del polvo o el sol a los lustrabotas, incluso tuvieron la función de resguardar su identidad frente a burlas o miradas despectivas, pero muy pronto ese pasamontañas (y los chalecos militares, las gorras, los guantes sin dedos) se convirtió en signo del lustrabotas. Comenzó a ser signo de sí mismo, signo de un actor social determinado: el lustrabotas paceño.

Los pichones de periodistas y científicos sociales, merodeando en los alrededores de los ninjas lustrabotas, hacen poco más que construir una historia que legitima la función del pasamontañas, ante quienes los usan y ante los demás.

El sentido, legitimidades al margen, transita por otro carril.

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