Oxigeno • Democracia: La revolución del sentido común • 29/04/2015
Oscar Díaz Arnau
Tiene una extraña manía la democracia: En la sala de la historia, prefiere sentarse siempre en el incómodo sillón de la crisis. La comodidad no es lo suyo.
Retomando el hilo de mis dos anteriores columnas (“Democracia: La ingenuidad de creer” y “Democracia: La posibilidad de mejorar”), y para cerrar la tríada, existe un curioso empeño en descuidar esta forma de gobierno, pese a que se la reconoce por su benignidad, especialmente a la hora de las comparaciones con otras obviamente aciagas. A la democracia, por lo menos, la hacemos todos, o deberíamos hacerla todos, ojalá, sin perjuicio de los demás.
El problema no está solamente en el político que le da un aspecto corpóreo a la democracia, sino también en la sociedad que no acompaña el proceso de sus buenas o malas realizaciones porque se limita a votar y punto. Cuando alguien dijo que “la política es algo demasiado serio como para dejarla en manos solamente de los políticos”, no se equivocó.
Hacia un mundo mejor, sobre todo justo, soy un convencido de que no habiendo una deseable escuela o un severo instituto formador de políticos, el sentido común se constituye en la base del éxito de una gestión política en democracia. Si algo le falta a la política de los políticos, a los políticos de la política, es coherencia y sensatez. Con dos dedos de frente, yo creo, podemos ser mejores.
Como los políticos seguirán haciendo experimentos con la política, la sociedad debería exigirles, al menos, un mínimo de madurez en sus actos. Para eso antes la que debe madurar, en democracia, es la sociedad.
El sentido común —no demasiado lejos de la concepción gramsciana con enfoque marxista— implica una crítica elevada. ¿En qué punto de la transición de una neoliberal democracia pactada —y fracasada— a una de la hegemonía del poder, o sea de la “imposición pacífica” del socialismo siglo XXI nos encontramos?, ¿cuál es la verdadera revolución? ¿Existe el punto medio entre la derecha perdida y la izquierda extraviada? ¿Nos conviene un punto intermedio?
Dejando al margen aquí las intrincadas razones filosóficas y sociológicas de los siglos precedentes, y confiando en que algún día habrá una efectiva madurez democrática en nuestro país, el sentido común no debería llevar a otro lado que no fuera un encuentro necesario entre quienes confían y quienes no confían en el proceso de cambio en curso. Y si no, a reflexionar sobre la forma de hacer política en la actualidad con fines de una interpelación, también necesaria, desde la sociedad. En las conclusiones de su interesante libro “Bolivia: Procesos de cambio”, John Crabtree y Ann Chaplin (PIEB, CEDLA y OXFAM GB, La Paz, 2013) afirman que “construir un ‘Estado Plurinacional’ resultaría más difícil en la práctica que en el papel”.
El sentido común (no el rígido y primitivista señalado por Gramsci, sino el crítico, “renovado”, como lo concibió también el italiano aunque a su manera y con los objetivos harto conocidos) manda a hacer las cosas en la medida de la conveniencia de la generalidad, y resulta conveniente en todos los ámbitos de la vida salvo en el arte, campo en el que su aplicación sería un boteriano despropósito.
A fuerza de la búsqueda del buen vivir, que a veces puede transfigurarse y parecer “el cambio” o, su familia putativa, una mera transformación, es común la pérdida de la brújula: el sentido común. Nada de qué preocuparse; por último, decía Jacinto Benavente, “es más fácil ser genial que tener sentido común”.
Como el sentido común no es tan común (Voltaire), el menos común de los sentidos (Galeano y otros más), habrá que esperar a la revolución.
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