El pacto fiscal evade la reforma tributaria
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El debate sobre el Pacto Fiscal se ha instalado en el país. La inesperada postura del Gobierno, que ha establecido apresuradamente el Consejo Nacional de Autonomías y ha hecho públicos los objetivos que perseguiría en esa instancia, ha sorprendido a los partidos de la oposición de derecha y a las autoridades regionales afines a los mismos, arrebatándoles el protagonismo sobre una demanda que habían planteado desde hace mucho, pero especialmente desde que se conocieron los resultados del último censo de población.
Las primeras reyertas de este proceso han ratificado lo que se presumía acerca de los objetivos que le asignan al pacto: por parte del Gobierno, se ha dicho que los acuerdos sobre el manejo fiscal deben, ineludiblemente, “garantizar el plan de gobierno para la gestión 20152020, el modelo económico vigente en el país y el cumplimiento de la Agenda Patriótica 2025”, mientras que algunas autoridades regionales pertenecientes a la oposición han ratificado su intención de que el principal acuerdo sea la aprobación de la fórmula 5050 para la distribución de los recursos fiscales. Es decir, dos de los principales actores de esta contienda están de acuerdo con limitar el debate —y los resultados— al ámbito de la distribución de los ingresos fiscales y del destino del gasto. Más aún, ambas posiciones dan por sentado que el debate se debería realizar manteniendo la orientación del régimen tributario —heredado de la reforma implementada por la Ley 843 en el lejano 1986— que hasta la fecha ha sido modificado solo parcialmente, aunque conservando su espíritu.
La reforma tributaria, al igual que las otras políticas neoliberales de las décadas finales del pasado siglo, buscaba establecer las condiciones más ventajosas para la recomposición del capital, facilitando la elevación de las tasas de ganancia y su acumulación. La principal característica de la reforma tributaria fue la creación de impuestos indirectos como fuentes de recursos fiscales, recursos que debían compensar la pérdida de ingresos debido a la desaparición paulatina de las empresas estatales por obra de la privatización.
2003. Como escribíamos en febrero de 2003, con ocasión de la revuelta popular contra un nuevo impuesto a los salarios: “la preferencia por impuestos al consumo y no a los ingresos y rentas empresariales, tiene el fin premeditado de alentar la acumulación de capital, por encima del bienestar de la población o de algún afán auténtico de buscar la mejora de las condiciones de vida de la población a través del gasto fiscal”.
El argumento neoliberal era que los impuestos dirigidos a gravar las ganancias capitalistas iban en detrimento del ahorro y la inversión y alentaban el consumo de los estratos de menores ingresos, considerados irrelevantes para impulsar la inversión y la actividad económica. Así se pretendía ocultar la naturaleza de clase de la política fiscal, que elude la imposición de tributos a la plusvalía y busca incrementar los beneficios de los capitalistas mediante la “socialización” de una parte de los salarios.
El resultado de la reforma neoliberal fue que para 2001 una parte importante de los ingresos corrientes del Sector Público No Financiero (SPNF) —más del 70%— provenía de impuestos indirectos al consumo, como el Impuesto al Valor Agregado (IVA), el Impuesto a las Transferencias (IT) y otros impuestos específicos como el Impuesto Especial a los Hidrocarburos y sus Derivados (IEHD); un cambio drástico de la composición de los ingresos corrientes del SPNF que antes de 1985 estaba dominada por la presencia de un 82% de ingresos provenientes de la venta de bienes y servicios de las empresas públicas nacionales. En otras palabras, la privatización y liquidación de las empresas públicas trasladó su obligación de proveer ingresos fiscales no a los capitalistas que se apropiaron dolosamente de ellas, sino a los ingresos laborales de la mayoría de la población a través del gravamen a su consumo.
Además, para cumplir ese objetivo, los diseñadores del sistema tributario idearon ingeniosos mecanismos y dispositivos que enfatizan la fácil recaudación: la presión sobre los consumidores resulta más eficiente que la fiscalización de los ingresos de las empresas, de ahí que con frecuencia las situaciones de insolvencia fiscal fueron enfrentadas con recurrentes “gasolinazos”.
La creación del Impuesto Directo a los Hidrocarburos (IDH) mediante la Ley 3058 de 2005 significó una modificación parcial en la orientación regresiva de la política tributaria que el neoliberalismo había llevado a extremos. La creación del IDH que grava con un adicional 32% a la venta de hidrocarburos permite que el Estado capture una parte importante del excedente o plusvalía, que se presenta bajo la forma de renta o ganancia extraordinaria. La posterior “nacionalización” de 2006 mejora esa apropiación estatal al hacer a YPFB partícipe de una parte de la utilidad neta o ganancia, otra forma de la plusvalía. La importancia para el sistema tributario de este cambio es de tal relevancia que en 2013 los ingresos provenientes de la explotación de hidrocarburos constituyeron más del 48% de los ingresos corrientes del sector público. En síntesis, esta reforma parcial dirigida a mejorar el control estatal del excedente económico generado por el trabajo social señala adecuadamente la vía que garantiza la capacidad financiera del Estado para cumplir con la finalidad de su gestión, que no es otra que buscar la satisfacción de las necesidades básicas de la población y la construcción de condiciones para el desarrollo productivo, mediante la devolución de una parte del esfuerzo productivo del trabajo en forma de bienes comunes y servicios públicos universales.
Formal. Una sociedad encaminada en la construcción de nuevos tipos de relaciones sociales que superen la subordinación, la explotación laboral y la exclusión social —relaciones que se fundamenten en la solidaridad y la responsabilidad social—, pero también un régimen que dice representar esas aspiraciones, no pueden optar por cambios formales que mantengan el espíritu regresivo del neoliberalismo y de la lógica mercantil capitalista. No es pertinente ni legítimo que un debate sobre la reforma del sistema fiscal se limite a considerar solo la redistribución de recursos y de competencias entre estratos del aparato estatal controlados por fracciones políticas que priorizan su propia conservación en el poder mediante el cumplimiento — con menor o mayor eficiencia, con más o menos transparencia— de su propia agenda.
En nuestro criterio, se debe alentar mejoras en el sistema fiscal partiendo por eliminar las disposiciones que permiten la exención impositiva a favor de las ganancias empresariales, así como los dispositivos que permiten la “acreditación” de los impuestos a las utilidades y los que imponen generosas ventajas a sectores empresariales en los regímenes prevalecientes en sectores como la minería, la agricultura comercial y las exportaciones.
El Pacto Fiscal no puede construirse al margen o sin una previa y profunda reforma fiscal que priorice el financiamiento fiscal mediante el gravamen a los sectores y clases sociales que se apropian del excedente producido en la economía nacional por el trabajo productivo.
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