Las rebeliones populares de 2003 y la demanda de nacionalización de los hidrocarburos: ¿fin de la era neoliberal en Bolivia?

Descripción

Entre el 12 y 13 de febrero de 2003, las protestas populares en las ciudades de La Paz y El Alto contra la aplicación de un nuevo impuesto a los salarios, y el motín de varios regimientos policiales por el mismo motivo, fueron reprimidos por el gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada con el uso de las Fuerzas Armadas, ocasionando la muerte de más de 30 personas.

En la semana del 10 al 17 de octubre del mismo año, la movilización de obreros, campesinos y pobladores de las ciudades de El Alto y La Paz que se oponían a la venta del gas natural a Estados Unidos a través de un puerto chileno, y que demandaban la nacionalización e industrialización del gas, concluyó en una masacre con el saldo trágico de más de 70 muertos y varios cientos de heridos. El antecedente inmediato de este hecho fue la matanza de campesinos en las cercanías de Warisata, un pueblo del altiplano paceño, ocurrida cuando el gobierno decidió rescatar, mediante el uso de fuerzas de la policía y el ejército, a turistas extranjeros varados en la carretera como consecuencia de un bloqueo de caminos promovido por los campesinos en demanda de libertad para un dirigente suyo, y el cumplimiento de convenios firmados anteriormente por el gobierno. Estas jornadas de lucha popular culminaron con la renuncia de Sánchez de Lozada y su sustitución por su vicepresidente, Carlos Mesa.

Ambas rebeliones populares marcan el fin de un período histórico en Bolivia. Esta circunstancia puede explicarse por lo menos desde tres perspectivas: la crisis del modelo económico, la recomposición de las fuerzas sociales y la crisis del Estado democrático representativo. En este sentido,  el  presente  artículo incluye en  su  primera  parte  un  recuento  de  las  consecuencias derivadas de la aplicación de las políticas económicas desde agosto de 1985. En la segunda parte, destacamos las principales orientaciones de la política neoliberal en el sector de los hidrocarburos, como  antecedentes que  ayudan a  comprender la magnitud de la demanda  popular   de nacionalización de esos recursos naturales. Finalmente, la tercera parte trata acerca de las características del actual gobierno boliviano y  el  papel  que  le  toca jugar  en este  período de profunda convulsión política que vive el país.

Los efectos de dos décadas de neoliberalismo económico

El llamado «Programa de Ajuste Estructural», basado en los postulados neoliberales, atacó por todos los flancos la estructura del capitalismo de Estado, con el objetivo de sentar las condiciones adecuadas para la vigencia de la economía de libre mercado.1 Estas transformaciones impusieron enormes  costos  sociales, aunque  no  permitieron  superar  los  problemas  fundamentales  de  la economía nacional.

En primer lugar, la reforma del Estado orientada a su exclusión de toda actividad económica y la modificación de sus roles ocasionó una aguda vulnerabilidad fiscal y elevados costos sociales y financieros,  que  en  la  actualidad  constituyen  una  de  las  mayores  amenazas  a  la  estabilidad económica y política en Bolivia. La inicial depresión del presupuesto público y posteriores disposiciones  gubernamentales  reforzarán  la  ejecución  de  despidos  masivos  de trabajadores estatales bajo eufemismos como la «relocalización» en el caso de la estatal Corporación Minera de Bolivia (Comibol) o «capitalización» en el caso de las otras empresas públicas privatizadas. De este modo, el papel del Estado como principal empleador en el país será abandonado, y de ahí en adelante sólo recurrirá a paliar los altos niveles de desempleo mediante la ejecución de programas de emergencia con un impacto irrelevante.

Asimismo, la pérdida de fuentes de ingresos, debido al cierre y privatización de las empresas públicas y la asunción de altos costos derivados de ese proceso, llevó al Estado a una situación de permanente insolvencia, imponiendo como una permanente preocupación del gobierno el financiamiento  del  déficit fiscal.  Por un lado,  condujo  a  la  reducción de  gastos,  incluidos  los destinados a cubrir las necesidades sociales de salud, educación, vivienda, etc., reduciendo la cobertura universal de muchos de los servicios públicos y propendiendo paulatinamente a su privatización. Por el otro, la compensación de la pérdida de ingresos asumió la forma de una severa reforma tributaria, que comenzó en 1987 pero que continúa hasta la fecha. Así, si antes de la aplicación del ajuste neoliberal los ingresos fiscales por renta interna estaban compuestos mayoritariamente por impuestos a los ingresos o rentas (69 por ciento en promedio), desde finales de los ochenta y hasta hoy están compuestos en un 77 por ciento por ingresos provenientes de impuestos aplicados al consumo, que afectan más a los sectores sociales que viven de sus ingresos laborales.

En  segundo  lugar,  cumpliendo  las  orientaciones  del  Consenso  de  Washington,  los  sucesivos gobiernos bolivianos impusieron la liberalización de mercados y una apertura comercial irrestricta, lo que ha llevado a que la propia Organización Mundial de Comercio (OMC) califique a Bolivia como uno de los países de la región con mayores grados de apertura externa. Las consecuencias de esta política para el aparato productivo y la economía en su conjunto fueron desastrosas.

La industria nacional, extremadamente débil y que había basado su incipiente evolución en las políticas  proteccionistas  del  Estado,  se  enfrentó  desde  1985  a  una  competencia  desmedida proveniente de otros países, bajo el supuesto neoliberal de que la apertura comercial provocaría su transformación a partir de la introducción de capital y tecnología. Transcurridos 20 años de esta aventura, la evolución de la industria boliviana desmiente las virtudes proclamadas por dichas políticas, pues sus rasgos de atraso no sólo continúan vigentes, sino que se han deteriorado aún más. La industria sigue teniendo escasa participación en la economía nacional, contribuyendo con cerca del 17 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB), su aporte a las exportaciones nacionales permanece en un escaso 15 por ciento y sigue concentrada en la producción de bienes de consumo:

60 por ciento del valor agregado manufacturero, frente a 37 por ciento de bienes intermedios y 2 por  ciento  de  bienes  de  capital.  Peor  aún,  su  escasa  productividad  permanece  atada  a  la participación  creciente  de  establecimientos  micro  y  pequeños  (menos  de  10  ocupados)  que constituyen el 95 por ciento del total de unidades económicas del sector y que responden por el 49,5 por ciento del empleo, a lo que debe sumarse el hecho de que las unidades estatales, que a fines de la década de los ochenta eran cerca del 3 por ciento, han desaparecido, las unidades empresariales han caído de 36 por ciento a sólo el 26 por ciento a fines de los noventa y las unidades denominadas «informales», que sumaban un 61 por ciento a fines de los ochenta, en los noventa llegaron a ser el 73 por ciento (Escobar y Montero, 2003).

La alternativa de los empresarios de los distintos estratos ante el deterioro creciente de su competitividad, debido a la apertura comercial extrema, fue la reducción de los costos laborales, imponiendo de este modo una competitividad espuria, que ocasiona enormes costos sociales pero que no resuelve el problema fundamental de falta de competitividad, que reside en la escasa inversión dirigida a la modernización tecnológica.

En el  caso  de  la  economía  campesina  –principal  proveedora  de  productos  de  consumo  en el mercado interno y continente de una fracción importante de la población nacional–, la apertura comercial provocó la virtual quiebra de varios rubros del sector agropecuario, principalmente en el occidente del país. Los efectos sobre la producción agrícola campesina se reflejan en una reducción de la oferta de muchos de los productos que ésta provee al mercado interno. En términos de producto  per  cápita,  renglones  tan importantes  como  la  papa,  la  yuca,  la  cebolla  y  el  arroz redujeron su participación en la  oferta  interna en distinto  grado.  En algunos  casos,  tanto  de productos que se producen en el área andina del país como los que provienen de las tierras bajas del oriente de Bolivia, esta reducción fue cubierta por la oferta externa.

Así, de los 10 productos más relevantes de la oferta campesina, 5 redujeron de manera importante su producción entre 1988 y 1998. En términos de valores corrientes, de una importación con valor de poco menos de 1 millón de dólares a principios de la década de los ochenta, la importación de esos productos en 2000 subió a cerca de 10 millones de dólares.2 Asimismo, se debe destacar que mientras  en 1988 sólo 1 de  los  10 productos  tenía  una  provisión importante proveniente  del extranjero, en el año 2000 3 productos tienen una provisión importada que varía entre el 10 por ciento y 86 por ciento de la oferta total (Pérez, 2003).

Se  puede  afirmar,  por  ello,  que  la  liquidación  paulatina  y  sostenida  de  condiciones  para  la producción desembocó en un proceso de vaciamiento del campo –particularmente de la región del altiplano– a través de la migración hacia las áreas urbanas y de la migración internacional hacia países limítrofes. Dos casos paradigmáticos son el aumento espectacular de migrantes campesino­ indígenas en la ciudad de El Alto y el incremento de residentes bolivianos en Argentina. El primer caso es esencial para comprender la nueva configuración de los movimientos sociales, en especial en lo referido a las últimas rebeliones populares de 2003, protagonizadas mayoritariamente por jóvenes de origen indígena y pobladores de los barrios marginales y pueblos vecinos de La Paz y El Alto.

La participación de la población rural en la población nacional ha disminuido sostenidamente a lo largo de las últimas décadas, del 58,3 por ciento en 1976, al 42,4 por ciento en 1992 y a sólo 37,6 por ciento en el año 2001, lo que refleja paralelamente una explosiva urbanización.3 En el mismo sentido, se señala que más de 3 millones de bolivianos residen en el exterior, destacando como destinos preferidos de la migración Argentina, EE UU y España.

Además, la presión de EE UU para que se erradiquen completamente los cultivos de coca, a través de programas de sustitución de cultivos y de acciones masivas de represión militar, ocasionaron la pérdida de importantes recursos económicos y la destrucción de miles de puestos de trabajo ubicados alrededor de esa producción agrícola. Cálculos gubernamentales estiman una pérdida para la economía de 610 millones de dólares y 59.000 puestos de trabajo en la región del Chapare por la reducción de la producción de coca y cocaína en el período 1997­2000 (Udape, 2001).

En tercer lugar, la privatización de las empresas estatales –que tomó la forma de «capitalización» en  Bolivia–  fue  el  golpe  más  duro  que  se  asestó  a  la economía  nacional  y  al  Estado.  La transferencia del patrimonio estatal, y el consecuente control del excedente económico producido en el país en manos de inversionistas extranjeros, tuvo la circunstancia agravante de que no trajo nuevos ingresos para las arcas fiscales, pues se basó en una forma sui géneris de «asociación» entre Estado y capitalistas foráneos: un monto similar al capital original fue invertido por los capitalistas extranjeros a cambio de más del 51 por ciento de las acciones y la administración de las empresas, mientras que el valor del capital inicial, en forma de acciones, pasó a manos de las administradoras de fondos de pensiones, que se convirtieron en representantes de los ciudadanos bolivianos convertidos en beneficiarios de los dividendos futuros de las empresas.

La  privatización,  entonces,  ocasionó  que  la  economía  nacional  adquiriera  una  característica «esquizofrénica»,  pues  su  dinámica  se  bifurcó  en  dos sentidos  diferentes:  por  un  lado,  una economía basada en el mercado interno y en determinados sectores con presencia mayoritaria de productores nacionales –desde empresarios medianos hasta productores «informales»– con bajos niveles de productividad, con evidente atraso tecnológico y con productos destinados a un mercado de bajísimo poder adquisitivo, pero con una enorme participación en la demanda de fuerza de trabajo; por otro lado, una economía compuesta por empresas de gran magnitud, con alta productividad y utilización de tecnología de punta, con mercados externos de alta capacidad adquisitiva o monopolios internos otorgados por el Estado, con escasos grados de eslabonamiento con el resto de las actividades económicas, y con la desventaja de ser irrelevantes en términos de demanda de fuerza de trabajo.

Esta dicotomía puede observarse, por ejemplo, en los enormes diferenciales de productividad: mientras la productividad promedio –medida en bolivianos constantes de 1990 por trabajador– de la agricultura, la industria y la construcción se situaba en 1997 en Bs. 2, Bs. 8,7 y Bs. 3,9, respectivamente, la de los sectores con amplia participación de capital extranjero como extracción de minas y canteras, electricidad y agua, y establecimientos financieros, eran de Bs. 31,3, Bs. 38,1 y Bs. 31,4, respectivamente (Arze, 2001).

De aquí arranca, precisamente, la enorme importancia adquirida por la industria hidrocarburífera – particularmente la explotación de gas natural–, que refleja una especie de reedición del establecimiento de enclaves en una economía atrasada caracterizados por sus escasa vinculación con el resto de la economía nacional, su irrelevante efecto positivo sobre las condiciones sociales, como el empleo o los ingresos laborales, y su cuestionable impacto en el financiamiento del Estado. Características estas acentuadas por las enormes ventajas otorgadas en el proceso de privatización a las empresas transnacionales.

Finalmente, la aplicación de las políticas impuestas por los organismos financieros multilaterales ocasionó un drástico cambio en el empleo y las condiciones laborales que puede ser catalogado como un proceso de profunda precarización del trabajo. En el caso del empleo urbano destacan tres hechos esenciales: la reducción de la participación estatal en el empleo desde el 25 por ciento del total de ocupados al 12 por ciento, la persistente incapacidad o falta de dinámica de crecimiento del empleo dependiente de la empresa privada, y el crecimiento explosivo del denominado sector informal que superó el 70 por ciento de la población ocupada urbana y está alimentado por la migración campesina (Arze et al., 1994; Cedla, 2004).

Por  su  parte,  las  condiciones  de  trabajo  se  han  deteriorado  en  extremo  produciendo  una flexibilización laboral subterránea. En consonancia con el interés empresarial de recuperar las tasas de ganancia, los sucesivos gobiernos violentaron los derechos adquiridos, primero a través de la liberalización del mercado de trabajo y luego mediante reformas parciales en diversas normativas sectoriales. El contexto propicio para implementar estas directivas estuvo constituido por la inoperancia  absoluta  de las instituciones estatales relacionadas con la regulación del  mercado laboral  y la persistencia de acciones sindicales desde el  Poder  Ejecutivo y las organizaciones patronales.  Así,  se  produjo  la  reducción  de  salarios  y  la  liquidación  de  beneficios  sociales colaterales, el aumento de las jornadas laborales, el incremento del empleo eventual, además de la privatización del sistema de seguridad social, que dejó sin la protección de una renta de jubilación a miles de trabajadores.

Todas estas  transformaciones impuestas desembocaron en un proceso de creciente pobreza  y desigualdad social. Sólo a manera de ilustración, baste mencionar que la incidencia de pobreza – medida por línea de pobreza– en el ámbito nacional se elevó desde un 62,6 por ciento para el año 1999, a un 64,3 por ciento en el año 2002. Considerando el área geográfica de la residencia de la población, este fenómeno, en el mismo período, se expresó de la siguiente manera: en el área urbana este indicador aumentó del 51,5 por ciento al 53,5 por ciento, y en el área rural de 81,6 por ciento a 82,1 por  ciento.4 En el  mismo sentido, la desigualdad en la distribución del  ingreso empeoró en el período 1992­2001: mientras en el primer año el 20 por ciento más rico de las personas se apropiaba del 55,8 por ciento del ingreso laboral total y el 20 por ciento más pobre obtenía 4,15 por ciento, en el año 2001 el primer grupo obtenía el 57,9 por ciento y el segundo sólo el 3,15 por ciento del ingreso total (Cedla, 2004).

La expropiación neoliberal y la disputa por el gas

El motivo principal para la reforma del régimen legal del sector de hidrocarburos fue la necesidad de otorgar ventajas apreciables a los inversionistas extranjeros, para interesarlos en el proceso de capitalización de la empresa pública Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos (YPFB) y en la firma de contratos de exploración y explotación de esos recursos naturales.

Características y resultados de la reforma neoliberal

Meses antes de llevar a cabo la capitalización de las empresas públicas, el primer gobierno de Sánchez de Lozada (1993­1997) decidió entregar los recursos hidrocarburíferos a inversionistas extranjeros. Ese acto de entreguismo extremo fue realizado mediante la aprobación de una nueva Ley de Hidrocarburos 1689, aprobada el 30 de abril de 1996. Ésta dispone que el «derecho de explorar y explotar los campos de hidrocarburos y de comercializar sus productos» se ejerce por la empresa estatal YPFB, pero bajo la condición de celebrar «necesariamente contratos de riesgo compartido» (Artículo 1). De manera más contundente aún afirma que «quienes celebren contratos adquieren los derechos de prospectar, explotar, extraer, transportar y comercializar la producción obtenida» (Artículo 24). Finalmente, determina que el Estado no podrá negarse a la cesión de los derechos y obligaciones de un contrato, de un socio cesante a otro nuevo, siempre y cuando «la nueva empresa tenga la capacidad técnica y financiera que le permita cumplir con las obligaciones establecidas en el contrato» (Artículo 19). Es decir, que la forma real que adquiere el derecho propietario, es decir, su uso, disfrute o usufructo mediante su explotación y posterior venta, es atribución privativa de las empresas transnacionales y no del Estado. Así, la propiedad de los hidrocarburos, reconocida constitucionalmente al Estado, no pasa de ser una declaración lírica, pues el Estado no es soberano –como lo sería el propietario de cualquier bien– en las decisiones relativas a su usufructo.

La anterior Ley de Hidrocarburos 1194 del 26 de octubre de 1990, en sus artículos referidos a la industrialización y el aprovechamiento de los hidrocarburos, planteaba todavía, aunque de manera bastante genérica, su sujeción a una política nacional (estatal) de desarrollo. Disponía que «el aprovechamiento de los hidrocarburos deberá responder a la política del Estado, en función de los altos intereses nacionales, promoviendo el desarrollo integral del país» y que corresponde al Poder Ejecutivo determinar el contenido de la política sectorial de hidrocarburos en el marco de los planes nacionales de desarrollo y supervisar su cumplimiento. Asimismo, permitía que YPFB participase, por  sí  o  mediante  contratos  con  privados,  de  las  diferentes  actividades  hidrocarburíferas: exploración, explotación, transporte, industrialización y comercialización, prescribiendo de manera especial, inclusive, las condiciones para que la empresa estatal ejecutara dichas actividades. Esto significa que, aun cuando estaba abierta la posibilidad de que empresas privadas participasen en las diferentes fases, la empresa estatal mantenía la atribución para realizarlas por sí misma.

La orientación de las modificaciones incorporadas en la Ley 1689 agudiza de manera dramática la modificación del rol del Estado en la cadenas de la industria hidrocarburífera. En efecto, dispone que  YPFB  puede  realizar  las  fases  de  exploración,  explotación y  comercialización únicamente mediante la celebración de contratos de riesgo compartido con empresas privadas, mientras que en el caso de las actividades de transporte, industrialización y comercialización dispone la libertad absoluta de participación de «cualquier persona individual o colectiva, nacional o extranjera», con el único requisito de solicitar autorización de los entes regulatorios. Así, estas disposiciones anulan la capacidad del  Estado para definir  los  objetivos  e  instrumentos  de  una política nacional  de hidrocarburos, en particular, la posibilidad de definir objetivos referidos al desarrollo del mercado interno para los hidrocarburos y a su industrialización.

A partir del otorgamiento a los contratistas de plena libertad para disponer de la producción del gas natural, el uso que se le dé estará sujeto sólo a la conveniencia de dichas empresas y ya no a objetivos nacionales de desarrollo. En este sentido, es particularmente importante mencionar que la Ley 1689 determina que la importación, la exportación y la comercialización interna de los hidrocarburos son libres, exceptuándose únicamente los volúmenes requeridos para satisfacer el consumo interno de gas natural y los contratos de exportación de YPFB suscritos con anterioridad a dicha ley, obviando el hecho de que los niveles históricos de consumo de hidrocarburos en el país son bajísimos porque no contempla la necesidad de industrializarlos y, al no mencionar los líquidos y los derivados del petróleo en esta restricción, se condena al país a permanecer con sus elevados déficits de líquidos como el diesel. Así, el principal objetivo de una política nacional, que es la provisión de recursos energéticos, queda subordinado a la decisión de las empresas contratistas. De esta nueva situación, creada por la decisión del gobierno de Sánchez de Lozada (1993­1997), arranca la imposibilidad de tener una política de hidrocarburos soberana y real, que busque el objetivo de desarrollar el país basándose en el financiamiento proveniente de la venta de dichos recursos.

Con el mismo propósito de favorecer la penetración del capital extranjero en el sector, la nueva normatividad  lleva  a  cabo  profundo  cambios  en  el  ámbito tributario.  Aunque  las  empresas contratistas están sujetas a las disposiciones contenidas en la Ley 843 de Reforma Tributaria, que se resumen en tres obligaciones impositivas –impuesto al valor agregado (IVA), impuestos a las transacciones  (IT) e  impuesto a las utilidades de las empresas (IUE)–,  obtienen tratamientos especiales, como son la exclusión del pago del IVA a las exportaciones, exclusión del pago del IT a las ventas internas de petróleo y gas natural, y la acreditación del IUE contra el pago de la Regalía Nacional Complementaria.

Bajo la idea de que un régimen de regalías más flexible motivaría la llegada de inversiones extranjeras al sector, se introdujo una nueva definición de hidrocarburos, distinguiendo dos tipos de ellos: los hidrocarburos existentes y los hidrocarburos nuevos, estableciendo una diferente carga impositiva  para ambos.  La  nueva  ley  define  a  los  hidrocarburos  existentes  como  aquellos «hidrocarburos de reservorios que estén en producción a la fecha de la vigencia de la presente ley».  Por  su  parte,  los  hidrocarburos  nuevos  serían  los  «hidrocarburos  de  reservorios  cuya producción se inicie a partir de la vigencia de la presente ley». De este modo, mediante un artificio legal, se dispone la reducción del pago de regalías del 50 por ciento a sólo 18 por ciento para los hidrocarburos considerados nuevos. Más tarde, la Ley 1731 corrige la anterior disposición reclasificando los hidrocarburos, convirtiendo muchos de los que se consideraban existentes con la Ley 1689 en hidrocarburos nuevos, sujetos a una menor carga impositiva, y haciendo que una gran cantidad de reservas descubiertas y con pozos en producción fueran catalogadas como nuevas por no tener certificación internacional a la fecha de dictarse la ley, favoreciendo a las empresas que se harían cargo posteriormente de dichos reservorios. De acuerdo a información de YPFB, del total de reservas de gas natural –probadas y probables– para el año 2001, el 97 por ciento eran reservas nuevas y sólo el 3 por ciento constituían reservas existentes; similar situación se daba en el caso de las reservas de petróleo condensado.

Después de 22 años de negociaciones, en septiembre de 1996 se firmó el contrato definitivo con Brasil para la exportación de gas natural. Este contrato involucra la venta de 7,9 Tcf5 en 20 años y la construcción del gasoducto Río Grande­Corumbá­Sao Paulo­Porto Alegre, con una capacidad de transporte de 30 millones de metros cúbicos diarios. Dos son los elementos que resaltan en este contrato de venta de gas natural al Brasil: la existencia de las cláusulas de salvaguarda y el tema del precio y la calidad (en términos de poder calorífico medido en MMBtu)6 del gas que se exporta.

De  acuerdo  a  formas  convencionales  de  contratos  en  el  ámbito  petrolero,  YPFB y Petrobrás (Petróleos Brasileros, empresa estatal brasileña), como signatarias del contrato de exportación, incluyeron las cláusulastake or pay (tome o pague) y delivery or pay (entregue o pague).  La primera es una cláusula que asegura al vendedor que la cantidad solicitada no podrá ser menor a cierto volumen que permita cubrir las inversiones realizadas en la producción, de lo contrario el comprador  deberá  pagar  por  dicho volumen mínimo aun sin recibirlo.  La segunda asegura  al comprador que la cantidad demandada será entregada por el productor de manera oportuna, de lo contrario el productor deberá cubrir el valor del volumen no entregado, como una forma de multa por incumplimiento (Villegas, 2004).

La existencia de estas cláusulas sería, en opinión de ciertos especialistas, la razón por la cual el primer gobierno de Sánchez de Lozada tuvo que otorgar amplias ventajas a los inversionistas extranjeros, principalmente la reducción de regalías, con el objetivo de que se invirtiera en el descubrimiento de nuevas reservas que garanticen el cumplimiento del contrato de exportación de gas natural al Brasil. Empero, la aplicación de estas cláusulas no sería de los más equitativo para el Estado, pues mientras el take or payfavorece a las empresas que reciben el pago por el volumen mínimo pactado, el Estado no recibe el porcentaje correspondiente de regalías de dicho monto; asimismo, la multa por incumplimiento de provisión, el delivery or pay, debería ser pagada enteramente por el Estado, como signatario del contrato, sin afectar a las empresas productoras (Miranda, 2003).

En el tema del precio y la calidad del gas a ser exportado también se puede advertir la existencia de asimetrías que perjudican al país. En efecto, según el ex­Superintendente de Hidrocarburos y miembro de la comisión oficial que aprobó el tenor del contrato de exportación, Carlos Miranda, la fijación del precio base por Mpc7 de gas natural se realizó tomando en cuenta un poder calorífico mínimo de 1.040 MMbtu/Mpc,8  con lo que el  país se obliga, injustamente, a incorporar  en la corriente de gas exportado todos los elementos licuables que acompañan a éste y que, en otras circunstancias, podrían ser extraídos en territorio nacional, permitiéndonos contar con suficiente gas  licuado  de  petróleo  (GLP)  para  el  consumo  interno  y  materia  prima  para  la  industria petroquímica. De este modo, la calidad excepcional del gas boliviano, vendido como gas natural para combustión únicamente, permitiría a Brasil obtener entre 90 a 100 toneladas diarias de GLP y de 10 a 15 toneladas diarias de gasolina natural, productos cuyo precio comercial no está incluido en el contrato de exportación (Miranda, 2003).

Los dos elementos señalados muestran una vez más que las decisiones gubernamentales, tomadas al calor de las necesidades políticas del propio régimen y en favor de las empresas transnacionales, acaban siendo fuente de enormes perjuicios para el país. Con todo, los resultados reales de la privatización del sector hidrocarburífero reafirman el criterio de que la reforma sectorial tuvo como objetivo supremo el garantizar la monetización acelerada de las reservas mediante la exportación de ellas como materia prima. Contrariamente, los beneficios que podrían obtener el Estado nacional y  los  consumidores  locales  del  inusitado  incremento  de  la  producción  de  gas  y  petróleo, simplemente fueron descartados por los sucesivos gobiernos que administraron el modelo.

La situación en el consumo de energía no ha mejorado pese al descubrimiento y producción de enormes volúmenes de hidrocarburos. El consumo de energía por persona en Bolivia es el más bajo de  Sudamérica:  2,2  BOE  (barril  equivalente  de  petróleo)  anuales  por  habitante,  frente  a  un promedio de 5 BOE en la Comunidad Andina de Naciones (CAN) y 6 de Mercado Común del Sur (Mercosur). Lo mismo sucede con el consumo de hidrocarburos que es el más bajo de la región: 2 BOE de hidrocarburos para todo uso (frente a 3,5 CAN y Mercosur) (Olade, 2003). En el mismo sentido, el consumo de gas natural comprimido para uso vehicular, en el año 2003, alcanzaba sólo al 2,3 por ciento del parque automotor y el consumo de gas natural doméstico del año 2002, alcanzaba al 0,77 por ciento de las familias.9 Por otro lado, el país sufre un déficit importante en materia de provisión de diesel oil, pues un 40 por ciento del volumen de este carburante consumido internamente debe ser importado recurriendo a subsidios pagados por el Estado.

Los precios de los hidrocarburos están ligados a precios internacionales, sometiendo a la economía de los bolivianos a los vaivenes del mercado internacional y de los intereses de las empresas. Además, en la composición de los precios se incluyen: i) un margen o porcentaje de ganancia de refinería (hasta 2003); ii) un margen fijo (eliminado en 1999); iii) la tarifa de transporte interno; iv) un margen para los comercializadores mayoristas; v) un margen para los comercializadores minoristas; vi) una tasa a favor del Sistema de Regulación Sectorial (Sirese); y vii) las alícuotas correspondientes de los impuestos IVA, IT e impuesto especial a los hidrocarburos y derivados (IEHD).

Contrariamente al discurso oficial que hace referencia a precios especiales para el consumidor nacional, entre 1998­2002 los precios en dólares por unidad de los productos derivados en Bolivia fueron menores que los que rigen en los países de la región sólo para 3 de los 7 productos considerados. Esta diferencia favorable, además, no se verificó en todos los años, y sólo alcanzó a 2 de los productos cada año. Adicionalmente, se debe mencionar que las variaciones acumuladas de los precios fueron: entre 1999­2001, GLP +44,8 por  ciento, gasolina especial  +37 por  ciento, gasolina premium +31 por ciento y diesel oil +26 por ciento, Kerosene de 1999 a marzo 2003 en un +106 por ciento.10

Consecuente con el interés de las empresas contratistas, el Poder Ejecutivo ha dispuesto hace varios años el congelamiento de precios de la gasolina especial, el diesel y el GLP, ocasionando altos costos para el Estado por concepto de subsidios, y permitiendo el mantenimiento de ganancias de actores de la cadena de valor. En el caso del GLP el subsidio sumó 71 millones de dólares entre 1997 y 2003.11

Como otra muestra de la inexistencia de ventajas para el consumidor nacional, se debe mencionar que el precio base del gas natural para consumo interno es 15 por ciento mayor al de exportación, incrementado por la tarifa de transporte. Además, los precios diferenciados del gas natural en el mercado interno favorecen ampliamente a las empresas, pues calculados en dólares corrientes son: 1,30 por Mpc para las empresas distribuidoras, 5,07 Mpc para el consumidor doméstico y 1,25 Mpc para las empresas generadoras de electricidad.12

También en el caso del cálculo de las tarifas se protege el interés de las empresas por encima del de los consumidores, pues se fijan por 10 años iniciales incluyendo una tasa de retorno del 12,5 por ciento sobre patrimonio, más una indexación con referencia a la inflación del dólar. Peor aún, mientras la tarifa de transporte de gas natural para el mercado interno es de 0,41 dólares por millar de pie cúbico, la tarifa de exportación es de 0,22 dólares por el mismo volumen.

El pago de impuestos bajo el nuevo régimen tributario fue menor, en términos unitarios, que el anterior régimen: entre 1990­1996 el Estado obtuvo 7,77 $us/BOE, mayor a los 6,63 $us/BOE que logró recaudar en el período 1997­2001.

Frente a todo esto, los precios obtenidos por las empresas no guardan relación con los bajísimos costos que enfrentan en relación con los prevalecientes en otros países. Como ejemplo, el Delegado Presidencial para la Capitalización refiere que los costos de las capitalizadas Andina y Chaco son: producción,  entre 74  por  ciento  y  73  por  ciento  menores  al  promedio  de  20  empresas internacionales que operan en otros países; los costos de búsqueda y desarrollo, entre 94 por ciento y 46 por ciento menores al promedio de 20 empresas internacionales; y los gastos administrativos entre 45 por ciento y 59 por ciento menores que el promedio de 20 empresas internacionales. Por ello, no sorprende que los ejecutivos de las petroleras se jacten de que por cada dólar invertido en Bolivia para producir petróleo obtienen más de 10 dólares (DPC, 2003).

Finalmente, el prometido incremento de las inversiones, leitmotiv de la reforma neoliberal, no se ha  hecho  efectivo,  pues  los  sucesivos  gobiernos  han permitido  que  las  empresas  eludan sus compromisos mediante triquiñuelas legales y técnicas, como es el caso de la obligatoriedad de perforar al menos un pozo por parcela concesionada.

Los síntomas de la crisis del Estado

La revelación de esta realidad a la vista de la población, sumada a la experiencia cotidiana del deterioro de sus condiciones de vida, produjo la difusión acelerada del descontento y la emergencia de una demanda creciente de nacionalización de los hidrocarburos, tal como había sucedido en el país en los años 1936 y 1969, cuando las empresas transnacionales petroleras se habían convertido en una especie de superestado, con capacidad de controlar el ritmo de la economía y de influir decisivamente en la aprobación de las políticas públicas (Quiroga, 1979).

Una serie de experiencia frustrantes en la historia del país, como la explotación de la plata en el siglo XIX y la explotación de la goma y el estaño en el siglo XX, que no produjeron beneficios capaces de impulsar la modernización de la economía nacional, y que residen en el subconsciente social, salieron nuevamente a la superficie, dominando el escenario de las movilizaciones sociales. En este marco, la recuperación creciente de las organizaciones de trabajadores asalariados y de los movimientos  de  campesinos  e  indígenas  permitió  imponer  en la  agenda  política  –a  costa  de numerosas vidas– el gran debate sobre la propiedad y el destino de los recursos naturales. Empero, inscrita en una mirada histórica de más largo plazo, la rebelión popular por el gas, bautizada como la «guerra del gas», incorpora también una perspectiva política, pues al apuntar al corazón de las políticas económicas neoliberales alude también a la configuración del poder político detentado por las clases sociales dominantes encargadas de la defensa y consolidación de los intereses del capital extranjero.

Podemos afirmar que la crisis económica está acompañada también de un deterioro significativo de las condiciones sociales, traducido en la creciente marginalidad de grupos sociales y de una crisis de   «gobernabilidad»   que   cuestiona   los   fundamentos   no   sólo   de   las   espurias   alianzas gubernamentales, sino del propio sistema político.

Desde la llegada del neoliberalismo en 1985, se intentó desde las esferas del poder político imponer la conciencia de una sinonimia entre libertad económica y libertad política; es decir, se propugnó la consolidación de un sistema político que legitimara el poder económico alcanzado por el capital extranjero y las fracciones de clase de la burguesía nacional. En tal sentido, las llamadas reformas de tercera generación se dirigieron a modificar  el  régimen jurídico y toda la institucionalidad estatal, desmontando los resabios legales del capitalismo de Estado. Para algunos intelectuales ligados  a  las  corrientes  neoliberales,  los  tres  ejes  fundamentales  del  nuevo  paisaje  político inaugurado en 1985 serían la democracia representativa, la economía de mercado y el multiculturalismo (Romero, 1999).

Entre las reformas llevadas a cabo en el plano político pueden mencionarse: la modificación de la Constitución Política  del  Estado  (CPE),  que  incluye  una nueva  definición de  Bolivia  como  una República   unitaria,   multiétnica   y   pluricultural,   como   una   aceptación  de   la   demanda   de reconocimiento  de las  diferentes  nacionalidades  presentes  en  el  territorio  boliviano.  Con posterioridad, también se inscriben en la CPE reformas como la inclusión de la obligatoriedad de elección de la mitad de los diputados por circunscripción territorial, la ampliación de la ciudadanía a las personas mayores de 18 años habilitándolas como electores, la creación del Defensor  del Pueblo, del Consejo de la Judicatura y del Tribunal Constitucional.

Pese a los reiterados intentos, los políticos no pudieron modificar  los regímenes especiales – económico, social, y agrario y campesino–, que se inscriben en la corriente del constitucionalismo social, propugnadora de una intervención estatal  amplia y de naturaleza garantista. La última tentativa seria para adecuar la norma constitucional a la naturaleza liberal del modelo económico fue el funcionamiento de un Consejo Nacional para la Reforma Constitucional en el año 2002, que proponía avanzar inclusive hacia la introducción de los convenios y acuerdos internacionales en la cúspide de la pirámide legal nacional, y permitir la delegación de funciones del Poder Legislativo a organismos supranacionales, pero que fue invalidado por la repulsa popular (Cedla, 2002).

Del mismo modo, en el plano de la administración de justicia se impulsa la independencia del Ministerio Público y las reformas a los códigos Civil y Penal. En cuanto a la administración del aparato estatal, se lleva a cabo la descentralización administrativa financiera mediante la Ley de Participación Popular, que asigna a los gobiernos locales o alcaldías municipales varias funciones que antes dependían del Poder Ejecutivo nacional y destina los recursos fiscales con base en una distribución per  cápita,  es  decir,  de  acuerdo con el  número de  habitantes  de  cada  municipio (Romero, 1999).

El conjunto de estas reformas apuntaba a consolidar la hegemonía del sistema de partidos políticos, aunque  permitía,  de  manera  inteligente,  la funcionalización  de  las  diversas  demandas  de participación   ciudadana   enarboladas   por   muchos   actores   sociales.   A   despecho   de   este remozamiento del sistema político de corte liberal, la conflictividad social derivada del deterioro creciente de las condiciones económicas y la persistente marginación social y política de amplios sectores de la población –principalmente de los mayoritarios grupos indígenas– acabó imponiendo un perfil cada vez más represivo a las acciones de las clases dominantes que detentan el poder político. En efecto, las principales reformas económicas, como la capitalización de las empresas públicas y la privatización de los servicios públicos, fueron impuestas con el auxilio de medidas excepcionales de fuerza, como el estado de sitio, y el apresamiento y la persecución de dirigentes sociales, que señalan una tendencia hacia la creciente criminalización de la protesta social.

La relativa estabilidad del sistema político, que a algunos analistas liberales se les antojaba una virtud de la democracia boliviana y un síntoma de fortaleza, fue lograda merced a un mecanismo cínico de establecimiento de «pactos de gobernabilidad» entre los tres principales partidos del sistema: el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) de Sánchez de Lozada, la Acción Democrática Nacionalista (ADN) del ex­dictador Hugo Banzer y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria  (MIR)  del  socialdemócrata  Jaime  Paz.  Estos  pactos  recurrentes,  basados  en la concesión de prebendas (como la distribución de cargos públicos) y la tolerancia de los actos de corrupción de los aliados políticos, permitieron la formación de los cinco gobiernos elegidos desde 1985 y agudizaron, a la larga, el desprestigio total del sistema político.

Paralelo a este  itinerario del  sistema político,  se  verificó la recuperación de  la capacidad de convocatoria y de acción colectiva de muchos de los movimientos sociales. Desde el año 2001, cuando se produjo la denominada «guerra del agua» en la ciudad de Cochabamba que frustró el intento de privatizar los servicios de agua potable en esa región del país, diversas organizaciones como  la  Central  Obrera  Boliviana  (COB),  la  Confederación  Sindical  Única  de Trabajadores Campesinos de Bolivia (Csutcb), la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (Fstmb), los sindicatos de cultivadores de coca, el Movimiento Sin Tierra (MST), la Federación de Juntas Vecinales de El Alto y otras organizaciones indígenas y gremiales, fueron ganando protagonismo al arrancar algunas reivindicaciones al gobierno o al impedir mayores vulneraciones de sus derechos.

El gobierno de Mesa: intento de recomposición del poder  neoliberal

El gobierno de Carlos Mesa surgido de la rebelión popular de octubre de 2003, aprovechó su inicial popularidad, alentada por los medios de comunicación y grupos intelectuales de clase media, para desarrollar  una  estrategia  dirigida  a  la  pacificación  del  país,  clima  imprescindible  para  la continuación de las políticas de corte neoliberal a las que nunca renunciaron los sectores empresariales y los partidos políticos del sistema. Las promesas realizadas el primer día de su asunción  al  gobierno,  calificadas  erróneamente  como  la  «agenda  de  octubre»,  incluían  la convocatoria a un referéndum sobre la exportación del gas, la elaboración de una nueva Ley de Hidrocarburos y la convocatoria a la Asamblea Constituyente.

Mesa convocó el referéndum sobre la política de hidrocarburos considerando que del resultado que éste arrojase dependería su permanencia en el  poder. Mediante este mecanismo, el  gobierno pretendía lograr  un importante aval  de la población que le permitiese concluir  su período de gobierno y desarrollar, bajo una menor presión, la política inconclusa de Sánchez de Lozada. Para ese propósito, se esforzó en generar consenso entre la población aludiendo al supuesto carácter democrático  de  la  consulta  popular  –incluida  como  figura  legal  en  la  reciente  reforma constitucional– y, al mismo tiempo, en deslegitimar a sus supuestos detractores desafiándolos a demostrar  su representatividad social  sometiéndose  a  un proceso cuyo contenido y  desenlace estaban bajo su completo dominio.

El hecho de que la reivindicación principal de amplios sectores de la población –constituida en la actualidad en el centro de la pugna política nacional–, sintetizada en la nacionalización de los hidrocarburos, haya sido escamoteada por el gobierno al momento de elaborar el contenido de la consulta, y el hecho de que se disfrazase el contenido y la orientación reales de la futura Ley de Hidrocarburos a ser habilitada por el resultado del referéndum, estaban demostrando el carácter ficticio del plebiscito sobre el gas.

Mediante los subterfugios que le permite su condición dominante, el gobierno obligó a la población a optar por dos alternativas que conducían a una misma situación. Una eventual victoria del NO mantendría la situación presente, es decir, mantendría el dominio absoluto de las transnacionales sobre los hidrocarburos; una victoria del SI, al garantizar la vigencia de los contratos con las petroleras y permitir la libre exportación del gas natural como materia prima, no sólo mantendría el dominio de las transnacionales, sino que permitiría concluir los planes que la salida de Sánchez de Lozada dejó pendientes. En este sentido, la gente podía votar por cualquier opción, pero no decidiría sobre la modificación de la política de hidrocarburos (Arze, 2004).

Debe recordarse, además, que el resultado del referéndum no asumía un carácter legislativo, pues su plasmación en una disposición legal continuaba siendo una atribución privativa del Parlamento. Además, la ambigüedad de las preguntas13 abría la posibilidad de que la voluntad de la población fuese «interpretada» posteriormente por los legisladores mayoritariamente alineados en el neoliberalismo, otorgándole otro sentido a la extendida demanda de que el Estado recupere el control de los recursos hidrocarburíferos y aliente su industrialización antes que su exportación como materia prima.

Los resultados del referéndum han sido calificados interesadamente por el gobierno y sus aliados como  un  triunfo  rotundo  que  avalaría  su  política  y  que descalificaría  a  las  organizaciones  y dirigentes sociales que demandan la nacionalización de los hidrocarburos. Sin embargo, se debe apuntar que la interpretación de los resultados, por la forma y contenido que adquirió la consulta, puede ser, por decir los menos, realizada desde distintos ángulos o perspectivas.

En efecto, pese a que la votación alcanzó el 60 por ciento de participación del padrón electoral, lo que la sitúa por encima de los resultados alcanzados en otros países en experiencias parecidas, no se debe obviar el hecho de que este referéndum tuvo carácter obligatorio y la inasistencia a votar era pasible de diversas multas económicas y pérdida de algunos derechos civiles, como el derecho a  realizar  trámites  en  oficinas  públicas,  efectuar  viajes  al  exterior  o  realizar transacciones financieras por el lapso de 90 días.

Al margen de esa circunstancia, que puede ser discutible a la luz de la propia dinámica política del país  que  motiva  a  amplios  sectores  de  la  población a  tomar  partido sobre  temas  de  interés nacional, se deben apuntar otras consideraciones.

Aunque la respuesta afirmativa a las cinco preguntas fue dominante, una mirada más precisa sobre cada una de ellas destaca que en las tres primeras –que hacían alusión a la abrogación de la ley de hidrocarburos de 1996, a la recuperación de la propiedad estatal de los hidrocarburos y a la refundación de la empresa estatal– el voto por el Sí alcanzó porcentajes que iban desde el 66,8 por ciento al 71,7 por ciento, en tanto que las otras dos preguntas –sobre la política de reivindicación marítima y la disposición para exportar gas natural– sólo obtuvieron el apoyo de entre el 39,5 por ciento  y  el  44,2  por  ciento  (Romero,  2004). Esto  estaría  revelando  que  los  ciudadanos  que acudieron a la votación se inclinaron claramente a favor de un cambio de la situación actual, enfatizando su preferencia por otorgar un rol más determinante al Estado en este campo. También se debe destacar el hecho de que los votos nulos y blancos, alentados como una forma de repudio por varias organizaciones sociales, alcanzaron en promedio el 24,8 por ciento del total de votos emitidos, marcando un récord en todo el período democrático vivido por el país desde la década de los ochenta.

Con  todo,  las  consecuencias  que  se  derivan  de  los  resultados  del  referéndum,  no  están determinadas estrictamente por los porcentajes del voto afirmativo o de los del rechazo y la abstención. Como se advirtió líneas arriba, el referéndum ha conducido a nuevas circunstancias políticas que pueden desvirtuar las intenciones reales de quienes acudieron a las urnas. Al dejar la interpretación de las respuestas en manos del gobierno y los miembros del Congreso, designados legalmente  para  formular  la  nueva  ley,  Mesa  ha  brindado  la  mejor  oportunidad  para  la recomposición del  poder  en manos del sistema de partidos, burlando el  difundido sentimiento popular de rechazo a la «democracia pactada» y descubriendo el carácter ficticio del referéndum como forma de «democracia directa». Se puede decir que la esperanza de una ampliación de la democracia, depositada en el voto popular, se transformó inmediatamente después del escrutinio en su antípoda: en la reafirmación de la democracia restringida, fundada en la ficción jurídica de igualdad alentada por el liberalismo capitalista.

En la actualidad el debate abierto en el parlamento sobre la aprobación del proyecto de ley enviado a esa instancia legislativa por Mesa ratifica estas aseveraciones. El gobierno ha elaborado un proyecto que ratifica la orientación de la ley promulgada por Sánchez de Lozada en el sentido de mantener las principales ventajas a favor de las empresas petroleras, que continuarían definiendo el curso de la explotación de los hidrocarburos y su eventual exportación como materia prima.

En efecto, según el texto del proyecto de Mesa, la aludida recuperación de la propiedad estatal de estos recursos se limitaría a la fiscalización de los volúmenes producidos, debido a que el conjunto del patrimonio privatizado (como el sistema de transporte por ductos, las refinerías, los depósitos y toda la infraestructura de comercialización) y las distintas actividades de la cadena productiva sectorial permanecen bajo el control secante de los empresarios extranjeros (carácter libre de la exploración, explotación, transporte, industrialización y comercialización).

Más aún, el establecimiento de un nuevo impuesto, a la producción de hidrocarburos –el impuesto complementario a los hidrocarburos (ICH)–no repone las pérdidas ocasionadas por la reducción de las regalías del 50 por ciento a 18 por ciento, pues se trata de un impuesto que sólo grava los campos  petroleros  más grandes,  es  acreditable  contra  otros  impuestos,  sólo  se  aplica  a  los volúmenes destinados a la exportación y tiene alícuotas que requerirían niveles de producción unitaria (por pozo) difíciles de alcanzar en el futuro inmediato y que alentaría la idea –enarbolada por las empresas– de que es imprescindible exportar mayores volúmenes de gas como materia prima.

Finalmente, la refundación de YPFB como empresa estatal no pasa de ser una promesa destinada a calmar los ánimos populares que claman por un retorno al protagonismo del Estado, pues se limita a  recuperar  parte  de  las  acciones  estatales  en  manos  de  las  administradoras  de  fondos  de pensiones para participar como socia minoritaria de proyectos con empresas privadas extranjeras, sin mayores atribuciones que resulten de su naturaleza estatal. Más aún, dicha propiedad debe continuar asegurando la obtención de dividendos para el pago de un subsidio a la vejez creado por Sánchez de Lozada, como único beneficio resultante de la privatización de las empresas públicas.

Reflexiones finales

Como corolario, se debe remarcar que la política del actual gobierno en materia de hidrocarburos y en todos los otros ámbitos mantiene incólume la ideología neoliberal, asentada en el alejamiento del Estado de toda actividad productiva, en la más amplia liberalización de todos los mercados y en la atribución del carácter protagónico de la economía al capital extranjero. Por ello no resulta sorprendente que, a contramano del discurso oficial de superación del modelo neoliberal, el actual gobierno esté avanzando con más energía que su predecesor en la firma de un tratado de libre comercio (TLC) con EE UU en sustitución del frustrado tratado del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), con lo que estaría refrendando el dominio del capital transnacional sobre el conjunto de la economía boliviana. Para este propósito, no ha dudado en reponer las prerrogativas y asegurar  la impunidad de los viejos poderes del  Estado –las Fuerzas Armadas y la Iglesia católica– que, en ausencia de un partido propio, se constituyen en sostenes importantes de su régimen.

La proximidad de la convocatoria a la Asamblea Constituyente será, sin duda alguna, un nuevo escenario en el que se enfrentarán las corrientes ideológicas principales en torno a la disputa por el destino del excedente económico, aunque esta vez ella se inscriba en un objetivo más amplio como es la estructuración de un nuevo tipo de Estado.

En este sentido, las organizaciones sindicales y los movimientos indígenas han iniciado un proceso de reorganización de sus fuerzas, con la idea de impulsar su demanda de una democracia directa basada en las formas tradicionales de autoridad y autogobierno que prevalecen en las prácticas cotidianas  del  movimiento obrero y  de  las  comunidades  indígenas  (ayllus,  por  su nombre  en aymará). Desde esta perspectiva, cobra importancia relevante la demanda de nacionalizar  los hidrocarburos, devolviendo al  Estado un rol  protagónico en el  sector  y como el  promotor  del desarrollo industrial basado en estos recursos.

En  el  otro  polo,  las  clases  sociales  dominantes,  tributarias  del  gran  capital  internacional, organizadas en los partidos tradicionales, pugnan aceleradamente por aprovechar este tiempo de tregua logrado por el referéndum del gobierno de Mesa para recomponer la institucionalidad de una democracia representativa  y  de  un  aparato  estatal  seriamente  averiados  por  las  rebeliones populares. La disputa acerca del contenido de la nueva Ley de Hidrocarburos ha permitido también la emergencia ruidosa de demandas de mayor autonomía regional –inclusive algunas que apuntan a la sustitución del actual Estado unitario por otro federal– enarboladas por élites locales de las ciudades de Santa Cruz y Tarija, ubicadas en las regiones donde se encuentran los principales reservorios de gas natural. Empero, el espectro del pasado político de estos grupos –ligado estrechamente a los gobiernos militares–, su marcado regionalismo, su acendrado racismo y sus estrechos vínculos con las empresas petroleras extranjeras, amenazan con frustrar su deseo de obtener apoyo social para sus objetivos.14

El ambiente social y político de estos días en Bolivia es ciertamente delicado. La debilidad del gobierno –enfrentado a los movimientos sociales y a grupos oligárquicos que pretenden aprovechar la coyuntura para afianzar su poder regional–, agudizada por la persistencia de la crisis económica, hace prever un escenario futuro de mayor conflictividad social, que puede derivar en hechos como los ocurridos en octubre del pasado año, pero que apunten a cambios aún más radicales del Estado y de la economía. Obviamente, esta posibilidad siempre depende de la capacidad de generar liderazgo desde los actores sociales inclinados al cambio social y de la capacidad de la reacción política de los grupos de poder, que siempre han contado con el apoyo entusiasta de EE UU y de las empresas transnacionales.

Referencias bibliográficas

 

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2. Arze,   Carlos,   et.  al.  (1994)  Empleo  y  salarios:  el  círculo  de  la  pobreza,  La  Paz, Cedla.

3. Arze,   Carlos   (2001).  «Ajuste  neoliberal  y  mercado  de  trabajo  en  Bolivia»,  Global  Policy Network. Disponible en www.gpn.org.

4. Arze,  Carlos  (2004). El referéndum del gas y la nacionalización, La Paz, Cedla, Documentos de coyuntura.

5. Cedla   (2002).  El  Consejo  Ciudadano  y  su  propuesta  de  reforma  constitucional,  La  Paz, Cedla.

6. Cedla  (2004). «Dossier estadístico de empleo, condiciones laborales y dimensiones de género», Cedla, La Paz.

7. Escobar, Silvia  y Lourdes Montero (2003). La industria en su laberinto. Reestructuración productiva y competitividad en Bolivia, La Paz, Cedla.

8. Honorable     Congreso     Nacional (1986). Ley N° 843. Disponible en www.congreso.gov.bo/11leyes/ver24/leyfinal.

9.  Honorable Congreso Nacional (1990). Ley N° 1194. Ley de Hidrocarburos. Disponible en www.congreso.gov.bo/11leyes/ver24.

10. Honorable Congreso Nacional (1996a). Ley N° 1689. Ley de Hidrocarburos, Gaceta Oficial N° 1933, La Paz.

11. Honorable Congreso Nacional (1996b). Ley N° 1731. Modificaciones a las leyes tributarias y de hidrocarburos. Disponible en www.congreso.gov.bo/11leyes/ver24.

12.  Hoz  de  Vila,  Víctor (1988). Petróleo. Referencias y su legislación en Bolivia, La Paz, Los amigos del libro.

13. Miranda,   Carlos    (2003).   ¿Podemos   exportar   gas   natural?,   La   Paz,   Fundación Milenio.

14. Oficina del  Delegado Presidencial para  la  Revisión y Mejora de  la  Capitalización – DPC  (2003).  «Las  capitalizadas  en  cifras»,  en Cuaderno  n°  4  Sector  Hidrocarburos,  La  Paz, DPC.

15.         Olade         (2003).        «SIEE Energía en cifras». Disponible en www.olade.org.ec/documentos/Plegable

16. Pérez,  Mamerto (2003). Apertura comercial y sector agrícola campesino. La otra cara de la pobreza del campesino andino, La Paz, Cedla.

17.  Quiroga Santa  Cruz,  Marcelo (1979). «Continúa la batalla por  los recursos naturales», en Gas Petróleo y Miseria, Cochabamba, FUL­UMSS.

18. Romero, Salvador (1999). Reformas, conflictos y consensos, La Paz, Fundemos.

19.  Romero, Salvador (2004).  «El  referéndum  2004:  una  interpretación  de  los  resultados», en Opiniones y Análisis, n° 70, La Paz, Fundemos.

20.  Udape   (2001).  «Bolivia:  evaluación de  la  economía  2000».  Disponible  en www.udape.gov.bo.

21.  Villegas, Carlos  (2004). Privatización de la industria petrolera en Bolivia, La Paz, Plural Editores.

 

NOTAS:

1 El Decreto Supremo 21060 de agosto de 1985, dirigido fundamentalmente a detener el proceso hiperinflacionario, incluyó también medidas de corte estructural coincidentes con los lineamientos esenciales de los programas de ajuste estructural propiciados por el Fondo Monetario Internacional. Para una revisión detallada de este programa, en el caso boliviano, ver Aguirre, et. al., 1993.

2 Si bien los montos parecen muy pequeños, cabe resaltar que el valor de la producción campesina de los productos seleccionados llegó a poco más de 160 millones de dólares en el año 2000. Además, los datos sobre importaciones están subestimados: a partir de un estudio basado en registros aduaneros de Bolivia y Chile, por ejemplo, se ha estimado que el contrabando, en el caso de 4 de los 10 productos seleccionados, alcanzó al 64 por ciento de las importaciones legales en el año 2000.

3 Ver: www.ine.gov.bo/PDF/PUBLICACIONES/Censo_2001/DistribucionPoblacion/Bolivi….

4 Ver: www.ine.gov.bo/.

5 En español trillón de pies cúbicos, equivalente a 1012 pies cúbicos.

6 En español, miles de millones de unidades técnicas británicas.

7 Millar de pies cúbicos.

8 Millar de unidades técnicas británicas.

9 Según datos de los Anuarios de varias gestiones de la Superintendencia de Hidrocarburos.

10 Según datos de Olade­SIEE. V. Olade­SIEE, 2003.

11 Según datos de YPFB en Gaceta Comunica­14.pps en disco compacto.

12 Según datos de la Superintendencia de Hidrocarburos.

13 Las preguntas eran: 1) ¿Está usted de acuerdo con la abrogación de la Ley de Hidrocarburos No.

1689 promulgada por Gonzalo Sánchez de Lozada? 2) ¿Está usted de acuerdo con la recuperación de la propiedad de todos los hidrocarburos en boca de pozo para el Estado boliviano? 3) ¿Está usted de acuerdo con refundar YPFB recuperando la propiedad estatal de las acciones de las bolivianas en las empresas petroleras capitalizadas, de manera que pueda participar en toda la cadena productiva de los hidrocarburos? 4) ¿Está usted de acuerdo con la política del presidente Carlos Mesa de utilizar el gas como recurso estratégico para el logro de una salida útil y soberana al océano Pacífico? 5)

¿Está usted de acuerdo con que Bolivia exporte gas en el marco de una política nacional que cubra el  consumo de gas de las bolivianas y los bolivianos, fomente la industrialización del gas en territorio nacional, cobre impuestos y/o regalías a las empresas petroleras llegando al 50 por ciento del valor de la producción del gas y el petróleo a favor del país, y destine los recursos de la exportación e industrialización del gas principalmente para educación, salud, caminos y empleos?

14 Enfrentados con la Asamblea de la Cruceñidad, que agrupa a los grupos oligárquicos de la región oriental del país, que ha convocado a la lucha por la autonomía regional, han surgido movilizaciones sociales  de  campesinos  e  indígenas  de  la  misma  región que  demandan unidad nacional  y  la nacionalización de los hidrocarburos.

 

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