El delirio del microcrédito: ¿quién gana realmente?

S, Sociólogos – César Pérez Guardia
Lejos de ser una panacea, los microcréditos aumentan la pobreza y hunde a las personas en un círculo vicioso de deudas insostenibles, afirma el antropólogo Jason Hickel.
Siempre me asombra la cantidad de estudiantes que año tras año aparecen en las aulas de la London School of Economics, donde yo enseño, entusiasmados hasta el tuétano con los microcréditos y otras estrategias de desarrollo “de base”. Cual deseosos jóvenes misioneros, creen haber dado con la idea destinada a salvar al mundo.
Como si fuese cierto. Lo fascinante de la “fiebr1e” del microcrédito es que persiste a pesar de un hecho desafortunado: el microcrédito no funciona. Por supuesto, existen aquí y allá agradables anécdotas sobre el poder transformador de los microcréditos, pero como señaló David Roodman, del Centro para el Desarrollo Global, en su último libro, “la mejor estimación del impacto promedio del microcrédito sobre la pobreza de los clientes es de cero.” Ésta no es una opinión solitaria. Un estudio comprehensivo financiado por el DFID del Reino Unido hace una revisión de los datos existentes y llega a la misma conclusión: la moda del microcrédito se ha instalado sobre “bases de arena” porque “aún no existe evidencia clara de que los programas de microcrédito tengan impactos positivos.”
De hecho, el microcrédito suele terminar empeorando la pobreza.
Las razones son bastante simples. La mayoría de los préstamos de microcrédito son utilizados para financiar el consumo –ayudan a las personas a comprar los bienes de primera necesidad que requieren para subsistir. En Sudáfrica, por ejemplo, hasta el 94% de los microcréditos se destinan al consumo. De esta manera, los beneficiarios no generan ingresos nuevos que pueden emplear en devolver sus préstamos, así que acaban pidiendo nuevos préstamos para devolver los anteriores, envolviéndose a sí mismos en capas de deuda.
Cuando los microcréditos se utilizan para financiar nuevos negocios, los emprendedores incipientes suelen enfrentarse a una escasez de demanda consumidora. Después de todo, sus clientes potenciales son pobres y tienen poco dinero en efectivo, y lo poco que éstos tienen lo gastan en bienes básicos que ya suelen estar disponibles.
En este contexto, los nuevos emprendimientos terminan desplazando a los ya existentes y no generan un incremento neto de empleo o de ingresos. Y esto en el mejor de los casos. En el peor de los casos –y de manera más probable– los nuevos emprendimientos fracasan, lo que a su vez conduce, una vez más, a círculos viciosos de sobreendeudamiento que hunden a los beneficiarios aun más en la pobreza.
Este problema de la demanda puede expresarse de manera bastante simple: los pobres no tienen dinero suficiente. Tal parece que necesitamos costosos estudios para señalar esto con efectividad.
Los únicos ganadores constantes del juego del microcrédito son los prestamistas, muchos de los cuales cobran tasas de interés exorbitantes que a veces llegan al 200% anual (como es el caso del Banco Compartamos). Antes, a estas entidades las hubiésemos tildado de usureras, pero hoy en día las llamamos proveedores de microcréditos, y se invisten a sí mismos con el aura moral que el término conlleva. El microcrédito se ha convertido en un mecanismo socialmente aceptado para extraer riqueza y recursos de las manos de los pobres.
El fracaso del microcrédito es reconocido incluso a los niveles más altos, y aun así, por alguna razón mantiene su poder y estabilidad, como un zombi que se niega a morir. ¿Por qué el microcrédito es una idea tan resiliente? Porque promete una solución elegante y que beneficia a todos al problema de la pobreza. Nos asegura que nosotros –el mundo rico– podemos erradicar la pobreza en el Sur global sin incurrir en ningún costo y sin amenazar las estructuras actuales del poder político y económico. Es más, nos promete que podemos ayudar a salvar a los pobres al mismo tiempo que obtenemos ganancias con ello. Es una historia irresistible.
Asimismo, es una herramienta efectiva de control político. Milford Bateman, uno de los críticos más convincentes del microcrédito, afirma que el movimiento tiene su origen en la “política de contención” de los Estados Unidos en América Latina. La idea era evitar que las personas se unieran a los movimientos de izquierda, replanteando la pobreza como un problema privado en vez de un problema político. El microcrédito se convirtió en un modo potente de hacer a los pobres responsables ellos mismos de superar su pobreza: todo lo que necesitas es un poco de iniciativa y un préstamo, y con eso debería bastar –si fallas, sólo tú tienes la culpa.
Es la estrategia de desarrollo neoliberal por excelencia. Olvídense del colonialismo, de ajustes estructurales, de austeridad, crisis financieras, expropiaciones de tierra, evasión tributaria y cambio climático. Olvídense de cuestionar la concentración de poder y de riqueza. Y, sobre todo, olvídense de la movilización colectiva. Los banqueros serán nuestros héroes y la deuda, nuestra redención. La deuda, por cierto, es un modo muy efectivo de mantener dóciles a las personas.
Si ampliamos nuestra perspectiva e incluimos las verdaderas causas de la pobreza, se hace evidente que el microcrédito no es la solución.
Los problemas estructurales necesitan soluciones estructurales.
¿Cómo sería esto? Podríamos partir por democratizar el Banco Mundial y el FMI, renegociar los acuerdos comerciales, restringir la fuga de capitales, restaurar los derechos de los trabajadores, etcétera. Si queremos eliminar la pobreza, los países y los individuos más ricos tendrán que sentir el pellizco –aquí no hay atajos.
Desafortunadamente, es difícil que los misioneros del microcrédito estén felices con algo así.
Con esto no quiero decir que debemos abolir el microcrédito por completo, sino simplemente que el microcrédito jamás va a funcionar a menos que abordemos las condiciones de base que causan la pobreza en primer lugar. También necesitamos establecer los mecanismos adecuados para que las pequeñas empresas surjan, tales como subsidios sustanciales, ayuda estatal y apoyo público para sostener a los emprendedores cuando fracasen –justamente los mecanismos que el neoliberalismo nos ha dicho que abandonemos.
También existe una solución más inmediata que podríamos intentar.
¿Por qué no les damos dinero a los pobres sin condiciones? Un creciente número de pruebas sugiere que las transferencias de efectivo, directas e incondicionadas no sólo tienen éxito allí donde el microcrédito fracasa, sino que parecen ser la intervención anti-pobreza más efectiva hasta el momento. Experimentos con aportes complementarios de ingresos básicos realizados en Namibia, México, Sudáfrica e Indonesia, entre otros lugares, han tenido resultados asombrosamente positivos. Estas transferencias alivian déficits del consumo, mejoran los indicadores de salud y permiten a las personas iniciar pequeños emprendimientos ya que pueden aprovechar el aumento de la demanda local.
Lo bueno de este enfoque no es sólo que en realidad funciona; también trae consigo un cambio fundamental en la actitud hacia los pobres. Los trata no como víctimas sin esperanzas y objetos de compasión y caridad, ni como fuentes potenciales de valor para un sector financiero rapaz, sino más bien como seres humanos con el derecho innato a la riqueza que obtenemos a partir de los recursos que el planeta nos ofrece a todos.
Para ver la página de origen haga click aquí

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *