A diez años de la «nacionalización»
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Carlos Arze Vargas
La denominada nacionalización de los hidrocarburos, que cumple diez años de vigencia este 1º de mayo, ha significado la casi quintuplicación de la renta fiscal por ese concepto: de 608 millones de dólares para 2005 a poco más de 2.800 millones de dólares para 2014.
Sin embargo, el uso de estos enormes recursos no ha servido para diversificar el aparato productivo del país. Contrariamente se ha agravado su carácter primario exportador; en 2005 la participación de las industria extractivas (hidrocarburos y minería) en el PIB era de menos del 10%, participación que en los últimos años ha alcanzado cerca al 15%; en el mismo sentido, la oferta exportadora está compuesta actualmente en cerca del 70% por hidrocarburos y minerales, cuando en los años previos a la nacionalización esa participación alcanzaba sólo alrededor del 50%. Asimismo, el Estado ha adquirido una marcado carácter rentista, pues más del 44% de sus ingresos corrientes proviene de la explotación de los hidrocarburos.
Contrariamente al discurso oficial de superación de la economía primaria exportadora, la política gubernamental ha acentuado la explotación de estos recursos naturales no renovables buscando incrementar las rentas fiscales que le permiten ejecutar sus medidas populistas asistenciales. La industrialización de los hidrocarburos no pasa del discurso, pues no sólo que las principales plantas en operación (por debajo de su capacidad instalada) son sólo plantas de separación de líquidos, sino que los productos petroquímicos y los plásticos que se producirían a fines de esta década están destinados casi en su integridad al mercado externo.
Por esas razones la economía boliviana ha aumentado su vulnerabilidad frente a las condiciones de la economía internacional. Frente a la crisis en los precios internacionales su “solución” es hacer más de lo mismo, otorgando beneficios impensados en octubre de 2003 a las transnacionales. En el actual escenario de caída de precios internacionales de las materias primas, Bolivia enfrenta problemas de disminución acelerada de reservas de hidrocarburos que la escasa inversión de las compañías extranjeras -que detentan el 85% de la producción- no es capaz de revertir. Esto ha llevado al gobierno a agudizar su política entreguista, abriendo las reservas naturales y atentando los derechos indígenas para permitir la afluencia de capitales transnacionales que busquen nuevos yacimientos, pues los contratos de la “nacionalización” no obligan a las petroleras a reponer las reservas explotadas. Asimismo, ha decidido optar en los próximos años por compensar la caída de ingresos provenientes de la exportación de hidrocarburos, con la exportación de electricidad que, con seguridad, utilizará mayoritariamente el gas natural como combustible. Es decir, continúa refrendando el carácter primario exportador, aunque el discurso autocomplaciente del “socialismo comunitario” bautice esta nueva estrategia como “industrialización”.
Finalmente, la política gubernamental ha ido disminuyendo paulatinamente la participación estatal en el excedente petrolero al incrementar la retribución a las compañías extranjeras a través de incentivos monetarios -otorgados desde 2012 y mejorados con la Ley de Incentivos de 2015- con el objetivo de aumentar la inversión en exploración. Tanto así, que en el caso del petróleo, la distribución del valor bruto de la producción beneficia a las empresas transnacionales que se llevan el 75%, quedando el 25% para el Estado, porcentaje muy lejano al de la propaganda oficial sobre la “nacionalización” y que revierte incluso lo dispuesto por la Ley 3058 del 2005.
Asistimos, entonces, al final de una década de imposturas, de acciones que contradicen el discurso “anti-capitalista” y “anti-imperialista”, y de traición a las reivindicaciones planteadas por la heroica “guerra del gas” protagonizada por el pueblo boliviano.
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