Empresarios privados: ¿contribuyentes o beneficiarios del Estado?
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Gobierno y empresarios, a su turno, han reclamado la supuesta justicia del pago universal de los impuestos. El primero, lo ha hecho recordando que el Estado requiere muchos más ingresos para poder sostener los servicios esenciales que brinda y las inversiones necesarias para impulsar la actividad económica. Los segundos, han reclamado la injusticia de que sean sólo las empresas y personas ligadas al sector «formal» las que aporten al fisco.
La demanda de universalizar el pago de impuestos despierta adhesiones porque recurre al sentido común de justicia, que sacraliza los «derechos y deberes» individuales, a partir de la ética económica individualista del capitalismo. Es decir, aparenta ser justa porque reclama la igualdad de los individuos, que, supuestamente, prevalece en los Estados capitalistas democráticos.
Kautsky, famoso político y escrito marxista, al explicar el carácter de clase de la política económica, recalcaba que la diferencia entre tributos e impuestos reside en la diferente naturaleza histórica de ambos. Los primeros, aunque aparentaban ser la retribución por los servicios de justicia y defensa que el Estado brindaba, constituían la forma objetivada del excedente económico que era absorbida por el Rey, la Iglesia y los terratenientes en razón de su dominio sobre la propiedad de la tierra. Los impuestos, en cambio, surgieron como necesidad de un nuevo Estado, enfrentado a mayores tareas de civilización que exigía el capitalismo -que había sustituido a la economía feudal-, y constituyen la forma monetaria de una parte del salario de los trabajadores, obligado mediante la coerción estatal a aportar, en ausencia de una imposición sobre el excedente generado bajo el nuevo modo de producción y apropiado por los empresarios, nuevos dueños de los medios de producción.
Si antes, como postulaban los fisiócratas, no era posible que los impuestos fueran más allá del excedente económico generado por la producción agrícola, en la actualidad, el capitalismo al considerar que el financiamiento del Estado no puede basarse en la disminución de la plusvalía (excedente) generada -porque ello disminuiría el ahorro y la inversión privada-, postula, esencialmente, el cobro de impuestos indirectos que graven el consumo de las clases populares. A lo sumo, la burguesía ha permitido la presencia de impuestos a los ingresos, pero cuidándose siempre de que cargas fiscales no recaigan sobre las utilidades, las rentas de la propiedad o los intereses del capital.
Ese postulado, de evitar que el financiamiento del Estado provenga del excedente económico o de la ganancia empresarial, ha primado en toda la política tributaria boliviana -más aún desde 1985, con el triunfo del neoliberalismo- y explica, en gran parte, la crisis fiscal que hoy vivimos.
En efecto, si antes de la reforma tributaria (Ley 843), el mayor porcentaje de los ingresos fiscales recaía en la venta de bienes y servicios de las empresas públicas (77%), hoy recae en los impuestos internos (60%). Al interior de los impuestos, sin embargo, son los que gravan al consumo los que absorben el mayor peso de la carga fiscal con, aproximadamente, el 77% del total recaudado, frente al 17% de los impuestos a los ingresos y las rentas. Peor aún, detrás de esas cifras, se esconde un proceso de continuo favorecimiento a la empresa privada, ya sea mediante el otorgamiento de exenciones, la introducción de medidas como la devolución de impuestos o el crédito fiscal, o, la figura más aborrecible: la ausencia de fiscalización que permite la elevada evasión tributaria de las empresas.
El Estado boliviano desde 1985 ha sufrido un doble fenómeno que ha acabado provocándole la insolvencia crónica: se ha desecho de las fuentes más importantes de ingresos al privatizar las empresas públicas y ha asumido el costo de las reformas que, como la reforma de pensiones, en la actualidad determinan gran parte del déficit.
Del mismo modo, la aplicación de sucesivas reformas económicas de corte neoliberal, han provocado una modificación de la estructura económica del país que ha dado lugar a dos Bolivias: una pujante y en bonanza, ligada a la explotación de recursos naturales y dominada por la inversión extranjera; la otra, atrasada y en una peligrosa recesión, asentada en el pequeño mercado interno y en la precarización creciente de la fuerza de trabajo, que sostiene las ganancias de la empresa privada nacional. Cifras oficiales y estudios del CEDLA demuestran que el aparato productivo nacional está dominado por la presencia de las denominadas microempresas, que el empleo se ubica mayoritariamente (cerca al 70%) en el denominado sector informal y que la fuerza de trabajo está cada vez más, sometida a un régimen de explotación inmisericorde que se refleja en la ausencia casi total de derechos laborales. Por ello, no es posible seguir incrementando la presión tributaria, al margen de toda consideración de la realidad económica nacional que muestra un deterioro creciente de la producción y, por lo tanto, de la obtención de ingresos.
Resulta, entonces, que la demanda de los empresarios y las justificaciones gubernamentales no tienen asidero alguno con la realidad y sólo expresan una postura ideológica acorde con los intereses capitalistas, que postulan precautelar la acumulación (léase, garantizar la inversión privada), en contra de las condiciones de vida de la población trabajadora. La única posibilidad de alcanzar la sostenibilidad del financiamiento estatal, radica en la reorientación de la política fiscal, sobre la base del principio de que la única fuente genuina de impuestos es el excedente económico, creado por el trabajo de los bolivianos pero apropiado por los inversionistas privados ?nacionales y extranjeros-, que se ubican en la actualidad en algunos sectores claves como el de los hidrocarburos. Obviamente, emprender esta vía exige cambios radicales en la estructura del sistema político y deberá resolver algunos temas pendientes como el cobro de las deudas fiscales de numerosos empresarios y políticos pro-patronales.
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