Reportaje CEDLA
Unidad de Comunicación y Micaela Villa
Noviembre de 2025
En el norte del departamento de La Paz, en las comunidades indígenas leco asentadas a lo largo de los ríos Mapiri, Tipuani y Coroico, la minería del oro no es un fenómeno nuevo. Lo que durante décadas fue una actividad artesanal, hoy se ha convertido en una actividad de extracción masiva de oro que reorganiza la vida económica, social y territorial de las comunidades indígenas.
Desde sus experiencias, las dirigentes leco Graciela Céspedes, Karen Coata, Rosmery Coata y Jannet Villanueva relatan cómo este nuevo ciclo minero —marcado por la presencia de maquinaria pesada, dragas en los ríos, más cooperativas y un creciente uso del mercurio— transformó sus medios y su forma de vida. Lo hacen con franqueza: reconocen que la minería da de comer, pero también que ha desplazado a la agricultura, ha traído contaminación y deterioro de los ríos, además de haber alterado la convivencia al interior de las comunidades.
Conversamos con ellas durante la Asamblea de la Central de Mujeres Indígenas de La Paz (CMILAP), realizada el 4 y 5 de septiembre en la comunidad leco de Wituponte, del municipio de Guanay.
La comunidad leco de Candelaria está asentada sobre el río Mapiri, dentro de la TCO Leco de Larecaja, “más arriba de Guanay”, explica Graciela Céspedes. Allí también viven Rosmery Coata y Karen Coata. En este sector, la mayoría de la población se dedica a la minería. Antes era artesanal y desde hace 10 a 12 años se realiza con maquinaria, cuenta Graciela.
“Cuando nosotros éramos pequeños… los ríos eran cristalinos, sabíamos tomar del agua del río […] ahora no pasa eso, es muy triste”, recuerda.

Graciela Céspedes, de la comunidad Candelaria (Guanay).
En la actualidad, la minería ha modificado el cauce de los ríos, ha provocado inundaciones y erosión que afecta a las viviendas, las escuelas y los caminos de la comunidad. “Ahorita que son las lluvias, hay inundaciones, crecida del río y de los arroyos… también derrumbes de los caminos. Sufrimos grave, porque las pozas de las mineras están casi frente a frente… el camino, las casas, más que todo, se nos inundan”, y también los colegios, relata Karen.
Los ríos, antes limpios, hoy están contaminados. “Ya no hay pescado, lo están exterminando. Antes había, pero hoy en día ya no hay a causa del mercurio”, señala Jannet Villanueva que pertenece a la comunidad leco Trapiche-Ponte, al sur del municipio de Guanay y por fuera de la TCO. También explica que antes la gente de su comunidad se dedicaba a la agricultura, y que, hoy, “se dedican más a la barranquilla”.

Fuente: Compendio de espaciomapas de TCO en tierras bajas (CEDLA, 2011) y Google Earth.
La llegada de la maquinaria para explotar el oro alteró los ciclos agrícolas y la organización de las comunidades. Lo que antes era una actividad secundaria hoy es central. Según Alfredo Zaconeta, investigador del Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario (CEDLA), la minería en la provincia Larecaja —a la que pertenecen las dos comunidades leco— se expandió sin planificación, absorbiendo paulatinamente toda la economía familiar.
“La mayoría de la población leco está vinculada a la minería. Sus actividades agropecuarias se han reducido por el incremento de las que están vinculadas a la explotación de oro para generar fuentes de ingreso”, explica Zaconeta.
Según las dirigentes, durante generaciones, las comunidades leco han vivido de una producción agrícola diversa que garantizaba el autoconsumo de las familias. Jannet recuerda que en Trapiche-Ponte “antes se producía arroz, maíz, yuca, plátano, frijol, maní… para nuestro sustento familiar”, además, los pobladores “sembraban caña y no compraban azúcar. Ellos lo elaboraban”. En cambio, ahora, el consumo de azúcar blanca industrializada se ha generalizado.

Jannet Villanueva, de la comunidad Trapiche-Ponte (Guanay).
De acuerdo a las mujeres leco, la agricultura ha quedado relegada a pocas familias. La expansión de la minería aurífera —impulsada por el alza del precio internacional del oro y reforzada por la creciente llegada de maquinaria a las comunidades— ha modificado los incentivos locales: es más rentable buscar oro que cultivar. Esta tendencia coincide con los estudios del CEDLA que muestran cómo la minería aurífera ha desplazado gradualmente a las actividades productivas tradicionales, inclusive en territorios indígenas.
En Candelaria, por ejemplo, el 70% de la población es minera y, más o menos, el 30% es agrícola, indica Graciela. En el segundo grupo, está Rosmery, quien trabaja sus parcelas productivas junto a su esposo y sus hijos. “Hay otros que son socios [de la cooperativa minera], pero yo no tomo parte de eso. Yo tengo mis plantaciones de cacao, tengo plátano, tengo papaya, tengo frutas. Yo vivo de eso”, señala.
Para muchas familias leco, la minería se convirtió en el principal —y, en la mayoría de los casos, en el único— medio de subsistencia. Aunque las dirigentes leco reconocen los impactos negativos, sobre todo en el medioambiente, también saben que la minería se ha vuelto imprescindible para obtener ingresos.
Todas reconocen que no hay otras alternativas económicas en las comunidades y que, en este contexto, la minería da trabajo a las familias lo que les permite cubrir sus gastos diarios.
“Si se va a decir cero minería, de dónde van a traer [el pan] para sus hijos. El trabajo de los barranquilleros es, pues, a diario”, señala Jannet.
En la misma línea, Karen considera que “si la gente no tiene ingresos, se va a ir a la minería, porque necesita para el sustento de la familia”. Sin embargo, también plantean la necesidad de cuidar el medioambiente y limitar la minería a determinadas áreas dentro de las comunidades.

Karen Coata, de la comunidad Candelaria (Guanay).
Los impactos en el medioambiente se manifiestan de múltiples formas: ríos contaminados, caminos colapsados, inundaciones y suelos degradados. El uso del mercurio —o “azogue”, como lo llaman en la zona— es uno de los problemas que más les preocupa a las mujeres leco.
Según explica Graciela, en algunas comunidades el mercurio no se usa en grandes cantidades, en contraste a las empresas grandes que usan “kilos y kilos”. “Los chinos, los colombianos que tienen esas dragas [entre 15 a 20], allá abajo, en Mayaya, ellos sí usan kilos y kilos de mercurio. Entonces no hay ese cuidado. Se denuncia y nadie les dice nada”, cuenta.
Para ella, la comercialización del mercurio debería estar más controlada para evitar su uso excesivo. “Es un químico que hace daño a la salud, a los niños, a todos. Los mineros lo queman y el aire se lo lleva, se lo lleva lejos; entonces, las personas respiramos ese aire”, explica.
Jannet coincide con Graciela. Para ella, la venta del mercurio y su uso tienen que ser controlados, puesto que, como hay contrabando, ellas no saben cuánto mercurio ingresa a su comunidad.
Capturas de los años 2018 a 2025, de las comunidades Candelaria y Trapiche-Ponte de Guanay. Fuente: Google Earth.
Para Zaconeta, la contaminación no está relacionada sólo con el uso del mercurio, sino también con el derrame de lubricantes y combustible, por la deforestación, por el desvío de los cauces de los ríos, por la remoción de tierras. Sin embargo, la contaminación por mercurio es de las más preocupantes.
En la cartilla Lineamientos para una política pública del oro en Bolivia del CEDLA se plantea la necesidad de instaurar mayores mecanismos de control en la comercialización del mercurio y establecer métodos metalúrgicos con tecnología amigable con el medioambiente que permita suprimir su uso, podrían ser dos medidas que ayuden a mitigar la contaminación.

Todas coinciden en una falta de presencia estatal en el control ambiental, la regulación de las cooperativas mineras, la gestión de conflictos, la comercialización del oro y la redistribución de las regalías.
“El Estado siempre ha estado ausente, porque nunca se ha acordado de estos sectores. Siempre hemos estado en el olvido” dice Jannet.
Al respecto, el investigador del CEDLA explica que “históricamente el Estado ha estado muy desvinculado de la explotación de oro; no tiene presencia efectiva ni institucional”, y eso es lo que ha permitido que la minería crezca de manera desordenada, sobre todo en el norte de La Paz y en la Amazonía boliviana.
Aunque se ha dado una expansión y un crecimiento descontrolado de la explotación de oro, esto no se traduce en ingresos suficientes para los municipios y las comunidades. Las regalías se distribuyen 85% para la gobernación y 15% para los municipios productores, es decir, que las comunidades no reciben recursos de manera directa.
“Ya no hay un ingreso de regalías como había antes, ha disminuido bastante. Y eso no nos beneficia a nosotros como comunidad”, señala Rosmery.

Rosmery Coata, de la comunidad Candelaria (Guanay).
Según los datos oficiales, la apreciación de Rosmery no está alejada de la realidad. De los ocho municipios de la provincia Larecaja, cinco son considerados productores mineros: Guanay, Mapiri, Teoponte, Tipuani y Sorata. En 2024, Guanay recibió poco más de 3,5 millones de bolivianos por concepto de regalías mineras. El pico, en la última década, fue el año 2017 con 35,7 millones de bolivianos.

Fuente: elaboración CEDLA con datos del LME e Investing.com
Para Zaconeta, el principal motivo para que las comunidades soliciten ajustar el modo de distribución es que no reciben recursos de manera directa. “También observan y cuestionan la otra limitación que tiene la actual normativa: el destino, el uso de las regalías, porque en este momento la normativa no habla del uso específico que debería darse a estos recursos”, señala el investigador.
A esto se suma que las cooperativas mineras, que son las que más se han multiplicado en los últimos años, no pagan impuestos. “A las empresas de servicios, a las empresas productoras, les hacen pagar un impuesto. ¿Por qué [las cooperativas] no pagan impuestos? Debería haber esa ley para que la minería también pague impuestos”, opina Karen.
Para las mujeres leco, la ausencia estatal se refleja en caminos dañados, escuelas afectadas por inundaciones, infraestructura sin mantenimiento y una atención en salud insuficiente. Por eso, ellas sugieren que los recursos de las regalías, si llegasen a los municipios, se inviertan en obras que beneficien a las comunidades que están siendo afectadas por la minería. Necesitan colegios, hospitales, puentes, puentes colgantes, y la lista que sigue es larga.
El problema no es sólo la ausencia del Estado o el tema de las regalías, sino también la intervención de instituciones estatales como la Corporación de las Fuerzas Armadas para el Desarrollo Nacional (COFADENA), que arrienda sus áreas mineras a las cooperativas.
Rosmery recuerda que ellos pelearon para “que no haya COFADENA, porque COFADENA es una institución grande, no debería de asentarse en nuestro territorio, porque ellos son parte del gobierno […] ellos ganan, tienen sueldo, y los comunarios no tenemos sueldo, no somos arrendatarios”.

Fuente: elaboración CEDLA.
Sin embargo, COFADENA sigue presente en la zona. En todo caso, como dice Graciela, “COFADENA siempre ha existido”, desde que ella era niña. Y desde entonces, el rol es el mismo: arrendar las tierras a los mineros y cobrar a quienes extraen oro.
“Yo me acuerdo cuando mi papá iba… mi familia íbamos a las playas, COFADENA venía: ‘¿cuánto han sacado, 10 gramos?’, y ya está. Iba a recoger de nosotros, de los pueblos indígenas. Teníamos que pagar siempre y hasta ahora siguen, pero no mejora nada nuestra situación. No hay cambios. Han recibido tanto oro y dónde está la mejoría de nuestras comunidades. No hay”, añade Graciela.
A nivel de control minero, Karen observa que “debería haber un poquito más de control [en la comercialización de oro], porque lo venden en cualquier esquina”. Graciela opina lo mismo “como el oro no ocupa campo, hay rescatadores que se lo llevan a otro lado a comercializar, y el Estado no controla eso”.
La minería no sólo reconfigura el territorio, también transforma las relaciones al interior de las familias y entre los pobladores. Las mujeres leco describen conflictos internos, divisiones y presiones que fragmentan internamente a las comunidades.
“Hay otros comunarios, por la necesidad, porque es un sustento de la familia, aceptan. Y nosotros que no aceptamos, estamos marginados. Así es, así hay una disputa, una pelea entre comunarios. Por eso, los comunarios están divididos”, explica Rosmery.
Esta fractura también se da al interior de las familias, afirma Zaconeta que la ha identificado en comunidades indígenas que se dedican a la minería. “Debates, incluso discusiones y demás llegan al interior de las familias porque uno de sus miembros puede ser de los que resisten a la actividad minera y es reacio, pero tiene al frente, dentro de su misma familia, quienes se están dedicando a la actividad minera por un tema de necesidad”, cuenta.
El resultado es un debilitamiento de las formas tradicionales de organización comunal y una creciente dependencia de actores externos —contratistas, compradores de oro, operadoras con maquinaria— que están reconfigurando las prioridades colectivas.
Otro tema que aparece con fuerza en las declaraciones de las mujeres leco es la sensación de pérdida territorial. Para ellas, el impacto minero no es sólo ambiental o económico, es también un despojo.
Por eso, Karen sostiene que las comunidades indígenas deben recuperar el control sobre sus territorios. “Nosotros como dueños, como pueblos indígenas, nosotros deberíamos tener el control de nuestro territorio. Pero al final de cuentas, tenemos que ir a pedir permiso para utilizar nuestro terreno [a COFADENA]. Es así”, señala.
En el fondo, lo que está en disputa no es solamente la riqueza aurífera, sino la capacidad de decidir sobre el futuro del territorio.
Las palabras de las mujeres leco resumen la paradoja de las comunidades indígenas donde se explota el oro: necesitan ingresos, pero también ríos limpios; dependen del oro, pero también desean otras alternativas laborales o de generación de ingresos; viven de la minería, pero también cargan con los conflictos que genera. Para ellas, la expansión de la minería aurífera en el norte de La Paz ha traído trabajo temporal, pero no bienestar; ha traído ingreso rápido, pero también contaminación, conflicto y pérdida de autonomía.
Sus voces piden una política pública que tome en cuenta las transformaciones que han ocurrido y que plantee soluciones acordes a su situación actual.
Para el CEDLA, una política pública del oro en Bolivia debe considerar una regulación ambiental, el control del mercurio, una redistribución real de las regalías y el respeto al derecho indígena sobre el territorio. De otra manera, la minería aurífera continuará profundizando la crisis social, ambiental y económica que viven las comunidades indígenas desde el norte de La Paz hasta la Amazonía boliviana.

Créditos
Texto: Unidad de Comunicación CEDLA y Micaela Villa Laura
Fotos: Micaela Villa Laura y Unicornio.Social
Coordinación: Unidades de Investigación y de Comunicación CEDLA
Diseño y desarrollo web: Unidad de Comunicación CEDLA
Este reportaje ha sido producido por el Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario (CEDLA) en coordinación con la Central de Mujeres Indígenas del Norte de La Paz (CMILAP). Las declaraciones fueron recogidas en el marco de su Asamblea realizada en septiembre de 2025 en la localidad de Wituponte (Guanay). Su contenido es responsabilidad exclusiva del autor. La Agencia Sueca de Desarrollo Internacional (ASDI), Fair Finance International, Finanzas justas y responsables Bolivia y Oxfam no comparten necesariamente las opiniones e interpretaciones aquí expresadas.


















