El aporte de las mujeres a la economía y la sociedad

El trabajo es un conjunto de esfuerzos que realizan los hombres y mujeres en el espacio público (esfera mercantil), pero también en el espacio privado (esfera doméstica); en conjunto, las actividades remuneradas y no remuneradas dirigidas a la producción de bienes y servicios, dentro y fuera del hogar constituyen el trabajo necesario para la reproducción cotidiana y el desarrollo de la sociedad.

 

En Bolivia, cada día más mujeres se integran al mundo del trabajo remunerado, sin abandonar  las tareas labores reproductivas tradicionales que se les han sido asignadas a través de pautas culturales que  establecen roles femeninos y masculinos en nuestra la sociedad.  Esta incorporación de la mujer en el  trabajo remunerado se  traduce  en un aporte a la economía nacional que se refleja  en el  crecimiento económico. Del mismo modo,  sus tareas reproductivas como la elaboración de alimentos, la limpieza y arreglo de la casa o el vestuario, el cuidado de otros miembros de la familia (niños y adultos) y otras tareas de servicio personal,  permiten  abaratar el costo de la fuerza de trabajo  para  el capital. 

 

Es decir,  aún cuando las mujeres se dediquen exclusivamente a las tareas del hogar  no significa que no realicen un aporte  económico,  pues con su trabajo también hacen posible la salida de otros miembros de su familia al mercado laboral;  por lo tanto,  su trabajo doméstico  contribuye  indirectamente  a la acumulación de capital y,  en contextos  con  altos  grados de explotación laboral como el boliviano,  a la obtención de ganancias extraordinarias, sin que  este  aporte específico sea reconocido por la sociedad e incluso por las  propias mujeres.

 

Actualmente, en las principales ciudades del país las mujeres conforman el 46% de la población ocupada, el 47% entre la asalariada  y el  53% entre la independiente.  Este hecho es  suficiente como para concluir  que su trabajo  tiene una incidencia considerable en  la economía y en la generación de ingresos personales y familiares; sin embargo, nada les asegura que, en medio de la desigualdad distributiva y social  existentes,  puedan mejorar sus condiciones de vida y, en muchos casos,  salir de la pobreza. Una vez que logran compatibilizar sus tareas domésticas con la actividad laboral, desde el lado de la demanda, los empleadores despliegan una serie de prejuicios con relación al trabajo femenino que obstaculizan su acceso a los empleos asalariados de calidad, mientras  las segregan a los puestos de menor jerarquía en la estructura ocupacional, con los que se asocian las condiciones laborales más precarias.

 

La mujeres asalariadas trabajan en un grupo reducido de ocupaciones que se definen como típicamente femeninas, principalmente en los servicios sociales y personales –salud, educación, limpieza y trabajo doméstico en hogares ajenos–, el comercio por menor y en la manufactura donde están expuestas con frecuencia a formas de subcontratación que llegan hasta el trabajo a domicilio. Sus trayectorias laborales están marcadas por la realización de trabajos inestables y mal remunerados, en tareas repetitivas y sin enriquecimiento o desarrollo profesional, tanto en el sector privado, donde se sujetan con frecuencia a la contratación sin derechos laborales, como en el sector público.

 

A pesar que el aumento de la presencia femenina en empleo asalariado ha estado acompañado de una mejorar en su nivel de escolaridad, su inserción no se produce en un marco de igualdad de condiciones con los hombres, lo que dificulta su acceso, pero también su permanencia en el  empleo. Esta desventaja se traduce en una persistente desigualdad salarial que atraviesa a todas las posiciones ocupacionales.

 

El  2014, a pesar de haber registrado una mejora en sus salarios promedio, el 60% de las mujeres tenía un ingreso inferior al costo de una canasta normativa alimentaria (2, 263 Bs).  En términos agregados, las mujeres conformaban casi la mitad de la población asalariada, pero recibían solamente el 34% de la masa salarial de las ciudades.  Una masa salarial, que dicho sea de paso, ese año representaba un porcentaje cada vez menor con relación a la ganancia empresarial. La proporción del ingreso generado en la producción que queda en manos de millones de trabajadores no solamente es baja,  sino que disminuyó hasta el 24,6% – menos del 50% en comparación con la parte que se apropia el capital y similar a la que recibe el estado por concepto de impuestos–; esto se explica,  en gran parte,  por la creciente explotación del trabajo  de las mujeres (CEDLA, 2012).  En estos términos,  su  importante contribución a la creación de riqueza, no tiene una compensación equivalente  al despliegue de su capacidad productiva. 

 

Las mujeres que trabajan como independientes o por su cuenta, son las mayores impulsoras de la  dinámica de las actividades del comercio en el país, favoreciendo la distribución a bajo precio de la producción nacional e importada y cumpliendo un rol subordinado al proceso de  realización de la ganancia empresarial; también se dedican a una amplia gama de servicios personales y a la manufactura, casi siempre con escasos recursos complementarios al trabajo, lo que repercute en su baja productividad laboral y en los magros ingresos que la mayoría obtiene con  su  actividad.   En un marco de amplia competencia entre sí en los mismos espacios del mercado,  el 70% tenía un ingreso inferior al costo de la canasta alimentaria en 2014, revelando el carácter de subsistencia  que adquiere esta forma social de trabajo,  en particular para las mujeres que se ven obligadas a transitar con frecuencia  entre el  desempleo y su inserción temporal en ocupaciones de refugio. En torno a  su actividad, las mujeres incorporan habitualmente a otros miembros de su núcleo familiar, principalmente a los jóvenes, lo que alivia la presión de la oferta laboral en el mercado de trabajo y por tanto contribuye a reducir el nivel del desempleo.

 

El aporte que las mujeres hacen al desarrollo del país desde el mundo del trabajo remunerado, ya sea como asalariadas o independientes, no siempre les garantiza el acceso al sistema de previsión social  (salud y seguridad social), apenas una de cada tres  aporta para su jubilación y esta proporción es todavía  menor cuando su vínculo laboral es con empresas del sector privado. Este grado extremo de desprotección social en el trabajo,  crecientemente compartido con los hombres, agrava la precariedad en la que transcurre la vida laboral  de la mayoría de las mujeres. Considerando aspectos referidos a la estabilidad en el empleo,  los salarios por debajo o por encima del 50% del costo de la canasta básica familiar (asumiendo que existen dos perceptores en promedio por hogar) y la cobertura del sistema previsional, se cuenta con un indicador que  permite distinguir tres categorías en la calidad de los empleos: no precario, precario (déficit en alguna condición) y precario extremo (déficit en las tres condiciones).

 

De esta manera se  puede demostrar que el  2014,  solamente tres de cada 10 mujeres asalariadas en las principales ciudades del país, tenía un trabajo de calidad o no precario, la mayoría en el sector estatal;  cuatro tenían un trabajo precario y tres más un trabajo precario extremo, sin grandes diferencias  entre las que se ocupaban en el sector empresarial o en las pequeñas unidades económicas del sector semiempresarial.   La situación  era peor entre las trabajadoras independientes, puesto que ocho de cada 10 tenía una ocupación precaria, en la mayoría extrema. Esta realidad muestra claramente el grado de explotación laboral directa e indirecta a la que se hallan sometidas las mujeres y los escasos beneficios que obtienen de su importante contribución al crecimiento económico (CEDLA 2015).

 

A estas condiciones en las que transcurre el trabajo de las mujeres, se añade otra desventaja vinculada con su dificultad para reemplazar un empleo anterior cuando quedan cesantes o para encontrar un primer empleo. Las tasas de desempleo que afectan a las mujeres que se mantuvieron en niveles de dos dígitos en las ciudades del eje hasta 2010 para luego disminuir al  5,5% en 2014, siempre por encima del promedio. El desempleo afecta con mayor intensidad a las mujeres más educadas, con tasas que superan ampliamente el promedio.

 

En general, en el país los logros educativos se devalúan cada vez más como medio para asegurar el acceso a un empleo, por la fuerte desconexión que existe entre el tipo de trabajadores que  demanda el mercado laboral y el sistema educativo, una cuestión que afecta sobre todo a las mujeres que buscan un trabajo acorde a sus calificaciones y experiencia,  las se ven sometidas a episodios de desempleo con mayor  duración (CEDLA, 2012).  

 

Las trayectorias laborales inestables de las mujeres y las condiciones de trabajo en su vida activa se proyectan a  la edad adulta mayor (60 años y más) bajo la forma de una extrema desprotección social. Un estudio muestra que  en las principales ciudades del país,  solo  el 14% de las mujeres  tiene como principal fuente de ingresos a la jubilación (CEDLA, 2012). En esta etapa de la vida, las mujeres refuerzan su aporte económico a través de su trabajo reproductivo facilitando la salida al mercado laboral de los hijos y otros parientes,  un aporte como siempre invisible pero de gran valor  para sostener la reproducción cotidiana y social de la fuerza de trabajo. De allí que los reclamos por una pensión universal suficiente para cubrir el costo de subsistencia de las personas adultas, financiada con impuestos a la riqueza, aparece como una contraprestación ineludible a la contribución que hacen  las mujeres a la economía y la sociedad. 

 

Este breve retrato de las mujeres en la economía y el trabajo,  pone en evidencia que la “bonanza” macroeconómica reciente no ha tenido el impacto esperado en la transformación de  las condiciones de trabajo y de vida de la mayoría de los trabajadores en el país; se puede afirmar que apenas difieren de aquellas registradas en los momentos de lenta expansión económica (Escóbar, 2003). Esto lleva a preguntarse: ¿a qué intereses responde el Estado en este llamado proceso de cambio?

 

Silvia Escóbar, investigadora del CEDLA

 

Junio de 2016

 

 

Bibliografía

 

Escóbar, Silvia (2003). “Trabajo y género en Bolivia, 1992-2001” en Inequidades, pobreza y mercado de trabajo: Bolivia y Perú. Berger, ed. (OIT-Lima)

 

Escóbar, Silvia y Rojas, Bruno (2012). Más asalariados, menos salario: la realidad tras el mito del país de independientes, (CEDLA: La Paz)

 

Escóbar, Silvia (2012). Los adultos mayores en el mundo del trabajo urbano en Bolivia, (CEDLA-HELPAGE: 2012)

 

Instituto Nacional de Estadística (2014). Base de datos de la Encuesta de Hogares 

 

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