La Razón • Soluciones y los damnificados de siempre • 10/04/2015

Carlos Arze Vargas

No es que no existan alternativas de solución, sino que la ausencia de una política minera verdaderamente estatista y la apuesta oficial por seguir con el modelo rentista, convergen, irremediablemente, a determinar la solución de siempre: cargar el costo de la crisis sobre la clase obrera.

La caída de la cotización internacional de los minerales y de otras materias primas que constituyen la principal oferta exportable nacional, aceleró la crisis en algunos sectores y segmentos de productores del país, poniendo sobre el tapete de la discusión no solo la persistencia del patrón primario exportador como base del modelo económico, sino también las soluciones que él mismo impone para superar los impactos de la crisis capitalista.

Uno de los casos más expresivos de esta crisis es Huanuni, empresa revertida a manos del Estado en 2006 como producto del cruento enfrentamiento entre obreros asalariados y cooperativistas por el control del cerro Posokoni. La empresa que se mantuvo soportando y revirtiendo los efectos de la privatización neoliberal y el abandono del Estado gracias al esfuerzo productivo de los obreros, hoy arrastra el peso de la solución política y social que significó la contratación de más de 3.700 obreros provenientes de las cooperativas, como salida de emergencia al conflicto. La productividad por trabajador cayó desde 4,4 toneladas finas a solo 2,1 toneladas entre 2005 y 2014 y el costo de producción, dentro del cual el costo laboral es el principal, subió sostenidamente —según el ministerio del ramo— de 6 dólares por libra fina en 2008 a poco más de 8 para 2014. Consecuentemente, la empresa cruzó la línea roja del “punto de equilibrio”.

La conclusión lógica a la que arriban expertos y autoridades es que la abundante y supernumeraria fuerza de trabajo —que amparada en su todopoderoso sindicato habría arrancado excepcionales beneficios salariales— es la culpable de esta situación, por lo que corresponde reducir el número de trabajadores por cualquier medio. Seguidamente, proponen sesudas opciones de solución, que van desde la reducción pura y simple de la plantilla, la jubilación forzosa, hasta la reducción y congelamiento de salarios y bonos.

Sin embargo, pese a la aparente contundencia de esa evaluación, se debe apuntar que la información de los resultados económicos de la empresa muestra que, aun considerando el incremento del costo laboral, el factor fundamental es la caída de la producción de concentrados, agravada por la disminución de la ley del mineral extraído. Esa situación se debe a dos razones que no pueden desconocerse: por un lado, la insuficiente inversión que permita, por lo menos, reponer la composición técnica del capital anterior a la “nacionalización”, es decir, la proporción adecuada entre el volumen de fuerza de trabajo y de capital fijo —principalmente máquinas y herramientas—, cosa que no ocurrió, con la consiguiente subutilización de la fuerza productiva de los trabajadores y la consecuente caída del volumen de mineral extraído; por otro lado, la inexistente inversión en descubrimiento y desarrollo de reservas a través de tareas en exploración y en infraestructura, para la concentración de mineral con contenido cada vez menor de estaño. Como resulta obvio, la responsabilidad de este deterioro productivo no es atribuible a los trabajadores.

Entonces, como producto de la inercia gubernamental de casi una década, lógicamente el incremento del costo laboral resultó en una caída de la productividad, es decir, en una desproporcionalidad entre el valor de los salarios y el valor de la producción. Y es que la solución de emergencia asumida en octubre de 2006, asimilando a varios miles de obreros de las cooperativas, constituyó solo una expresión de la elusión de sus responsabilidades por parte del Gobierno y la ratificación de su política general en minería.

A despecho del discurso nacionalizador del Gobierno —que da pie a la acusación empresarial de una pretendida orientación “estatista”—, la generación de empleos, que fue el motivo del conflicto social, no formó parte de sus prioridades en ningún momento, abandonándola a la iniciativa privada y, principalmente, a la incesante creación de empleo precario en las cooperativas. Peor aún, no tuvo la intención de reconstruir la Comibol (Corporación Minera de Bolivia) como principal empresa minera, pues ello importaría afectar los intereses de las transnacionales que controlan los yacimientos más ricos del país, como lo venía demandando el movimiento obrero, hasta ese momento políticamente independiente.

Una verdadera nacionalización que apunte a reponer el monopolio estatal en la producción y la comercialización minera, que dirija el excedente generado al fortalecimiento de la capacidad productiva no solo de la minería sino de otras ramas productivas, podría, asimismo, dirigirse a atenuar el fenómeno del desempleo, absorbiendo la fuerza de trabajo desocupada. Esa situación, que podría ocasionar momentáneamente cierta falta de rentabilidad en algunas empresas mineras, no sería fatal si se aprovechara la ventaja de la concentración del capital en manos de la corporación estatal, como lo demuestra la experiencia del sector de hidrocarburos, en el que la elevada rentabilidad de la producción de gas natural permite funcionar a la irrentable producción de líquidos —e inclusive el nuevo incentivo a las compañías petroleras—, imprescindible para la provisión de combustibles. Obviamente, eso es posible solo si el Gobierno estuviese dispuesto a recuperar la fuente del excedente, es decir, las minas, de manos del capital extranjero.

No es, entonces, que no existan alternativas de solución, sino que la ausencia de esa política minera verdaderamente estatista, que correspondería a un régimen que se declara anticapitalista, y la apuesta oficial por la permanencia del modelo rentista —adecuado a los objetivos de preservación del poder político— convergen, irremediablemente, a determinar la solución de siempre: cargar el costo de la crisis sobre la clase obrera.

Para finalizar. Analizando la jubilación forzosa, primera “solución” en curso, no podemos más que imaginarnos la suerte de las más de 500 familias obreras condenadas a una renta que, merced a la orientación privatista del sistema de seguridad social, no podrá superar —y en algunos casos, ni siquiera alcanzar— los límites más bajos de la pensión solidaria: entre 560 y 800 bolivianos mensuales para trabajadores con una densidad de aportes de 10 a 15 años. Peor aún, no podemos alejar la imagen dramática de la relocalización de los mineros en 1985, eufemismo que pretendía velar el despido masivo de los mineros por un gobierno neoliberal que también justificaba su acción con la “defensa y racionalización del empleo”

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